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María&Sandra

Relato enviado por : Anonymous el 30/05/2011. Lecturas: 9390

etiquetas relato María&Sandra   Lesbianas .
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Resumen
Mujer se calienta con su peluquera y pidiéndole servicio a domicilio, la somete a todo lo que quiere


Relato

En esas confidencias que extrañamente se dan entre peluquera y clienta, María se había enterado que la muchacha incrementaba sus ingresos atendiendo en su domicilio a clientas que conseguía desviar del salón. Como la joven le explicara las dificultades económicas que vivía desde que su marido vivía una enfermedad invalidante y considerando que no estaba obligada a guardar lealtad al dueño del local, pensó en favorecer a la muchacha beneficiándose ella, ya que suponía que, por su histérica alegría nerviosa, Sandra debía de experimentar los mismos inconvenientes de abstinencia que ella y, con un oscuro propósito que ambulaba en su mente desde hacía años, la llamó al celular para que el próximo sábado concurriera a su casa.
A su edad, con hijos y nietos, no se iba a andar con chiquitas y aquello que desde su primera juventud aleteara en su vientre cada vez que veía a una mujer desnuda, haciéndole desviar la vista en lo que entonces creía era vergüenza y luego definiría como concupiscencia, cobró una dimensión casi física que la hizo esperarla con impaciencia.
Sandra era una deliciosa morochita de cuerpo exuberante y, considerando la diferencia de edades y contextura física, se preparó esmeradamente para recibirla con un prolongado baño de inmersión y un posterior rasurado total.
Oliendo a fresco por aquella loción evanescente que vigorizaba y elastizaba su piel, vistiendo sólo un sencillo vestido portafolio sin ninguna prenda interior, a las tres en punto de la tarde abría la puerta del living para dar paso a la muchacha y diciéndole que dejara su maletín sobre el sillón porque tenía una sorpresa que darle, la condujo al dormitorio.
Entregándole un pequeño paquete envuelto lujosamente para regalo, vio como la sorprendida muchacha lo deshacía para sacar de él un juego de lencería de encaje deliciosamente trabajado. Azorada por el alto valor de las prendas, la joven las sostenía entre sus manos que temblaban por el nerviosismo de ese inesperado homenaje de una cliente cuando, paradas frente al amplio lecho, María se acercó y tomó la hermosa carita entre sus manos para demostrarle que tipo de agradecimiento esperaba, haciendo que la aguda punta de su lengua humedecida estimulara suavemente sus labios entreabiertos.

En realidad, la muchacha no había evaluado que su situación matrimonial hubiera creado una necesidad animal que iba incubando sus más oscuros deseos y que recién ahora cobraba sentido para ella pero a pesar de ello que no se animaba a darle expansión y menos ante esa mujer a quien sólo conocía superficialmente, ofreciendo una resistencia casi primitiva a esa relación antinatural.
La actitud agresiva de la mujer mayor incrementaba esa ansiedad que iba invadiéndola en una entrega maleable que ablandaba sus extremidades hasta el límite de la inconsistencia. Respirando en pequeños jadeos, dejó escapar una susurrada negativa junto al ardiente vaho de su aliento fragante que parecía motivar a la mujer, quien agregó a la danza de la lengua el auxilio de sus labios plenos en leves chupeteos a los suyos.
Aun rebelándose de hecho y de palabra, la joven se dejó estar mientras le musitaba a su clienta que jamás había experimentado aquellas sensaciones que, en sucesivas y ardorosas oleadas semejaban consumirla como las llamas de una hoguera e, inconscientemente, sus labios se movieron en procura de concretar el beso. Mientras ambas bocas se unían angurrientas degustando las salivas dulcemente perfumadas que la pasión ponía en ellas, las manos de María no permanecieron ociosas y, desatando el vestido, lo deslizaron para que cayera a lo largo del cuerpo hasta los pies.
Despojándola de la blusa y la corta falda sin dejar de libar en su boca, María escurrió las manos a lo largo del cuerpo estremecido de la muchacha para luego asir sus poderosas nalgas y atraerla hasta que los cuerpos se rozaron, tras lo cual inició un leve movimiento ondulatorio, restregándose contra ella. Transmitía tal sensualidad, que la chica no pudo reprimir un incontrolable sollozo mezcla de miedo y deseo, aferrándose al cuerpo de la otra mujer para copiar su bamboleo en lasciva imitación a un coito mientras aquella le desabrochaba el corpiño.
Ambas respiraban afanosamente a través de sus narinas dilatadas y sumaban a los besos y lengüetazos, ininteligibles palabras de apasionado erotismo. Sin que Sandra cobrara conciencia de ello, la mujer fue conduciéndola lentamente hacia la cama y, recién cuando sus piernas chocaron contra esta doblegando sus rodillas, María la sostuvo suavemente hasta que su cuerpo descansó sobre las sábanas.
Abandonando su boca, la mujer mayor se deslizó hacia la entrepierna y abriéndole las piernas que mantenía apoyadas en el piso, se acuclilló frente a ella para llevar la lengua a escarbar sobre el refuerzo de la bombacha, oscurecido por la húmeda exudación de sus jugos íntimos. Al parecer, aquellos fueron de su agrado y no se contentó con los fuertes lengüeteos sino que los labios tomaron la tela para exprimir entre ellos los olorosos líquidos en tanto que un dedo diplomático se deslizaba por debajo de la tela y, entreabriendo apenas la raja, investigó curioso a lo largo del sexo.
La experiencia sexual de Sandra no impidió que se agitara temblorosamente febril ante esa situación inédita. Aun murmurándole a la mujer que no tortilleaba y que no se aprovechara de su condición para abusar de ella, no pudo evitar que un cosquilleo misterioso se expandiera desde el mismo clítoris, atravesando con sus garras impiadosas cada órgano y músculo de su cuerpo en sucesivas oleadas de calor que brotaban del pecho, resecando no sólo su garganta sino también su boca y labios. Clavando los dedos engarfiados en la sábana, murmuró incoherencias mientras su cuerpo se proyectaba instintivamente contra la boca.
Haciéndose cargo de su agitación, María le quitó la prenda y, alzando sus piernas del piso, la acomodó para que quedara acostada a lo largo del lecho. Tendiéndose a su lado, la tomó por la nuca para luego acercar las caras. El ansia colocaba una emocionada expectativa en la joven, quien observaba subyugada como el bello rostro envejecido se aproximaba y los labios se aprestaban a besarla. Los acres aromas de los fluidos hirieron su olfato y esperó con avidez el contacto con los suyos.
La entrecortada respiración de María dilataba las membranosas aletas de la nariz en sonoro resuello y la lengua buscaba afanosa el contacto con la otra boca. El sabor inaugural de su propio sexo pareció actuar como un bálsamo en Sandra y sus labios aceleraron el encuentro con los de la mujer. Ensambladas con mecánica precisión, las bocas semejaron disolverse una en la otra en una unión que las fusionaba y, en tanto la muchacha asía con desesperación la cabeza de María, aquella deslizó la otra mano a lo largo del vientre, escarbando en el mínimo vellón oscuro y luego se adentró en la humedecida hendidura.
Un curioso dedo mayor escudriñó en la oquedad del óvalo como relevando en su tacto la consistencia del órgano. Patinando sobre la mucosa que bañaba la nacarada superficie, comprobó la inflamación de los festoneados labios que la cubrían, estimuló levemente el pequeño agujero de la uretra en su camino hacia abajo donde, tras acariciar circularmente los tejidos que rodeaban la entrada a la vagina, penetró delicadamente para enfrentar la estrechez de los músculos que le cerraban el paso.
La tensión en la muchacha evidenciaba su agitación ante el accionar del dedo y, entonces, multiplicando la ternura de sus besos y lengüeteos, María hundió decididamente todo el dedo. La sorprendió el calor de las carnes que lo oprimían como a un intruso al que quisieran desalojar pero, haciendo caso omiso, buscó en la cara anterior con la sensitiva yema la ubicación de aquel bultito que crecería con la excitación. El canal vaginal poseía una honda concavidad superior y allí, muy próximo a la entrada, descubrió una leve hinchazón. Resbalando contra el flujo que la tapizaba, inició un tenue movimiento circular y, en tanto que Sandra gemía guturalmente en su boca, comprobó como la protuberancia iba creciendo hasta abultar como una almendra.
Instintivamente, la joven meneaba la pelvis y la mujer retiró el dedo para aplicarlo junto con el índice a la misma acción sobre la capucha arrugada del clítoris, encontrándolo ya erecto y expectante. Restregando al hinchado tubito carneo, observó la rubicunda urticaria que cubría el pecho y parte de los morenos senos de la muchacha. Sin dejar de someter al pequeño pene, escurrió su boca por el cuello tensionado de Sandra, recorrió morosamente el salpullido y la boca encontró destino en las colinas temblorosas de los senos.
Alternativamente, lengua y labios deambularon sobre las carnes, lamiendo, besando y chupeteándolas mientras ascendía hacia los vértices. Las aureolas le ofrecían un ligero granulado y la lengua vibrante escarbó sobre ellas, preparando el terreno para el asalto a los pezones que, maduros y alzados, aguardaban ese momento. Afilando la punta, azuzó delicadamente su flexibilidad y sintiendo la conmoción que provocaba en la chica, convirtió a la caricia en ágil tremolar para fustigarlos duramente.
El trabajo combinado de los dedos y la boca, instalaron en el cuerpo de Sandra unas ansias locas por ver satisfecha esa sensación urticante que nacía del sexo y se instalaba definitivamente en sus entrañas, enviando a los riñones impulsos eléctricos que trepaban a lo largo de la columna para pasar por la nuca y explotar en su mente con descargas que la obnubilaban. El goce le hizo entrecerrar los ojos y, enviando sus manos para acariciar la cabeza de la mujer, enhebró palabras de aliento, suplicándole que descendiera hacia su sexo.
La boca golosa de María se deslizó por el esternón para adentrarse en el surco que dividía su abdomen, enjugando con labios y lengua la fina transpiración que se acumulaba en él. Llegados a la oquedad del ombligo, sorbieron su interior y, en tanto que los dedos abandonaban el clítoris para desandar el camino e introducirse nuevamente en la ya dilatada vagina, iniciaron el descenso a la cuesta del bajo vientre, vagaron por la depresión que antecedía al Monte de Venus y, casi remisamente, apresaron el mínimo vellón.
En una mezcla contradictoria de vergüenza por lo que le estaba haciendo a su marido y una ansiedad irreprimible por alcanzar el placer de un buen orgasmo, sollozando y riendo quedamente, rogando y ordenando, la muchacha le pidió angustiosamente que no la hiciera sufrir más y la minetteara,; entonces, ubicándose arrodillada entre sus piernas, María separó con los pulgares la mariposa carnea de los labios menores y la lengua se hizo dueña del rosado ámbito del vestíbulo. Afilada, recorrió cada rincón, comprobando que los fruncidos tejidos que lo rodeaban devinieran en encrespados pliegues a los que la sangre acumulada inflamaba groseramente con oscuros tintes negruzcos y entonces fueron los labios los que apresaron esos colgajos, succionándolos en lenta molienda al tiempo que los dientes los roían incruentamente.
Los gemidos de Sandra se convirtieron en enronquecidos rugidos en tanto que sus dientes se clavaban impacientes en el labio inferior y esa sensación de indecible placer que la inundaba se incrementó al percibir en el clítoris la presión de la punta del pulgar de su clienta en una verdadera masturbación. La boca que martirizaba sus pliegues descendió por el sexo, lo abandonó adentrándose en la hendidura y la lengua estimuló dulcemente el oscuro frunce del ano.
Aunque infrecuente, la sodomía no le era extraña a la joven mujer casada, pero siempre había estado asociada con la brusquedad y la violencia de los hombres; ahora, la sutil incitación de la suave carnosidad del órgano le provocaba un deseo inusual de ser penetrada y los esfínteres cedían su instintiva contracción para dejar que la aguzada punta penetrara mínimamente en el recto.
Los sudores, temblores y estremecimientos, indicaron a María el alto grado de excitación de la joven y la lengua vivoreante trepó morosamente por el sensible perineo para arribar a la vagina. La oscura caverna se encontraba dilatada y de su interior rezumaban olorosos jugos que incitaron su deseo; aspirándolos golosamente, llevó la lengua en un lento periplo por los tejidos que la rodeaban y luego, con diplomática delicadeza, el maleable órgano adquirió una insólita rigidez para ir penetrando en procura de esas mucosas a las que recogió con la delicadeza de una fina cuchara.
Tantos años de sometimiento oral, parecían sublimarse en ella y el placer de ver la excitación de la muchacha la excedió, invadiéndola un loco deseo. La boca ascendió hacia el clítoris que se mostraba en todo su esplendor, dejando ver la blanquecina cabeza del glande aprisionado debajo del capuchón. Labios y lengua reemplazaron al dedo que lo llevara a ese tamaño y, azotándolo la una como succionándolo apretadamente entre ellos los otros, se concentraron en un delirante sometimiento al que se sumó ocasionalmente el filo romo de los dientes.
Decidida a llevar a la muchacha hacia el clímax, hundió a índice y mayor unidos en la caldosa vagina para iniciar una cadenciosa penetración en la que no se contentó sólo con el clásico vaivén, sino que les imprimió un movimiento giratorio de ciento ochenta grados al tiempo que encorvaba los dedos en un ángulo que iba elevando a Sandra hacia la obtención de su primer orgasmo homosexual.
Esta no podía dilucidar el fárrago de emociones encontradas que la acosaban y, sintiendo sus entrañas conmocionadas por puntadas, contracciones y convulsiones inéditas, experimentó por primera vez el picor de unas inexplicables ganas de orinar no satisfechas. Pidiéndole a voz en cuello que no cesara en su accionar, impelió su pelvis para hacer aun más profunda y satisfactoria la penetración, a lo que la mujer respondió extrayendo los dedos y proyectándolos como un trinchante, hundió uno en la vagina y el otro en el ano. Lo hizo con tan fervoroso denuedo que consiguió arrancar lágrimas de alegría en la muchacha quien, experimentando en sus carnes los tirones de colmillos feroces que parecían arrastrarlas hacia su sexo, expelió el torrente impetuoso de sus ríos internos derramándose hacia los dedos que la hacían tan feliz y se relajó en la mansedumbre del alivio obtenido.

Sumida en una beatífica sensación de radiante paz, Sandra intentó acomodarse para sumergirse en esa modorra que la invadía tras cada eyaculación, pero la incontinencia de María no se lo permitió, ya que aquella relación inaugural sería sólo el comienzo de algo que ni la joven ni ella siquiera imaginaban.
Reptando por encima de su cuerpo aun sacudido por los últimos remezones espasmódicos, la boca golosa abrevó en los labios entreabiertos que dejaban escapar el ardiente vaho de su aliento entre murmullos complacidos y el descubrimiento del sabor ignorado de sus jugos orgásmicos la volvieron rápidamente a la conciencia. El aroma ya no era aquel de acres reminiscencias marinas que hirieran su olfato, sino que emanaban un desconocido perfume dulzón que se complementaba con el gusto que depositaban los labios y lengua de la mujer en su boca.
Ambas sentían como un magnetismo impropio de los años que las separaban se manifestaba en la exaltación de oscuros deseos insatisfechos a los cuales ninguna de las dos pretendía ignorar y mucho menos reprimir. Como dos enamoradas, se prodigaron en besos y caricias que reavivaron el fuego aun no extinguido de sus entrañas y, actuando en consecuencia, María fue haciendo girar su cuerpo hasta quedar invertida y, sin amenguar la ternura de los besos, le pidió a la joven que la imitara en todo que le hiciera.
Esa misma posición le otorgaba a la actividad de labios y lenguas una característica inusual cuyos efectos se potenciaron cuando las manos de la mujer tomaron posesión de los senos de Sandra. Perezosamente, los hábiles dedos iniciaron un delicado sobar a los pechos que aun conservaban la dureza de la excitación y, en consecuencia, la muchacha extendió sus manos para atrapar las mamas que se le ofrecían lujuriosamente oscilantes.
Ella había palpado innumerables veces sus propios pechos pero el mero roce con la piel ardorosa de María pareció desequilibrarla. Los senos se le antojaron dos contenedores de placer y, tal como la mujer estaba haciéndolo con ella, hundió cuidadosamente sus dedos en la mórbida carne. Gruñendo con salvaje complacencia, las bocas se unían y separaban con húmedos chasquidos y las lenguas batallaban como serpientes en celo resbalando en las sabrosas salivas mientras las manos iban incrementando la presión de los dedos hasta convertir a la caricia en verdadero estrujamiento. Los dedos índice y pulgar de María, aprisionaron los pezones de la joven e imprimiéndoles una lenta rotación, los restregó suavemente y conforme aquella susurraba su contento, aumentó la presión, alternando ese movimiento con uno semejante que efectuaban sus afiladas uñas, el cual provocó agitados cimbronazos en la pelvis de Sandra.
Enardecida por aquello, la muchacha realizó con las manos trabajo semejante en sus senos y pronto las dos separaban sus bocas anhelantes para abalanzarse hacia el torso. La vista de esos senos que oscilaban delante de sus ojos la subyugó, ya que nunca había tenido la oportunidad de ver así los de otra mujer y mucho menos a tan escasa distancia. A pesar de tener cuerpos similares, los pechos de María eran muy distintos a los suyos; tal vez favorecidos por la edad y seguramente por una predisposición natural, estos que se ofrecían a ella como frutos maduros, siendo pequeños, estaban tan bellamente formados que cortaban el aliento.
Para María, la gelatinosa elasticidad con que se movían los de la muchacha la conmovía muy especialmente; la piel morena del cuerpo, se mostraba marfileña y singularmente tersa en los senos pero las aureolas y pezones parecían contradecir esa delicadeza. Las primeras eran casi groseras ya que, de más de tres centímetros, se proyectaban como otro pequeño pecho y su oscura superficie estaba cubierta por gran cantidad de diminutos gránulos. Como si fuera la colina que protege a un castillo, daba cimiento a los pezones que eran un espectáculo en sí mismos; tan gruesos como un dedo, sus paredes estaban pobladas de minúsculas arrugas que, a lo largo de más de un centímetro, conducían hacia la punta chata en la cual se mostraba un inusual hoyuelo mamario.
Alucinada, aferró nuevamente los senos para inmovilizarlos y su lengua se abalanzó tremolante hacia la blanda teta que cedió mórbida a su embate. El gusto apenas salobre del sudor llenó sus papilas de gula y entonces los labios se unieron a la lengua para besuquear, lamer y chupar la delicada piel. Exacerbada porque la joven estaba haciendo lo propio con sus senos, derivó hacia las tentadoras aureolas y el sentir los gránulos debajo de la lengua no hizo sino provocarla; el viboreante músculo dejó fluir saliva y entonces fueron los labios quienes, al enjugarla, succionaron apretadamente la carne en minúscula ventosa al tiempo que los dedos restregaban rudamente al pezón del otro pecho. Experimentando en los suyos el dulce martirio de los chupones de Sandra, se concentró en aquel singular pezón, mamándolo con la angurria de un hambriento pero esa reciprocidad de caricias la llevó a raer suavemente con los dientes la flexible carne hasta que la chica le suplicó que no la hiciera sufrir más.
Aun más excitada que ella misma, María acomodó su cuerpo y se escurrió hasta el bajo vientre, donde, tras succionar la alfombrita velluda, le hizo encoger las piernas y trabándolas debajo de sus axilas para elevar el área venérea a un cómodo acceso de la boca, sin transición alguna, la hundió en la vulva como si quisiera devorarla.
Sintiendo como la boca alternaba los chupones a sus irritados labios y al clítoris con tremolantes incitaciones al ano, la joven contempló hechizada el sexo de una mujer por primera vez. Afeitado hasta el pulimento, el promontorio de la vulva se mostraba en todo su esplendor, hinchado y con una rojiza gradación que en los bordes de los labios mayores tornaba al violáceo. Estos mismos se revelaban entreabiertos en una rítmica sístole-diástole que le dejó ver el rosado intenso del óvalo y el arrugado repollo de sus pliegues internos.
La superficie aparecía barnizada por fragantes fluidos y ese aroma acabó por trastornarla. Oliéndolos ávidamente, aproximó la boca al sexo y la lengua se alargó inquisitiva a la búsqueda de la carne. Su mente era un torbellino de emociones y una repulsa instintiva, un asco ancestral la detuvo por un instante pero también un llamado animal le hizo desear saborear ese gusto tan desconocido como anhelado.
Y así fue, el mero contacto de la lengua transportó su agridulce a saturar todo el órgano y, al trasegar ese néctar, fue como si un algo desconocido aplicara un mazazo a su nuca. Emitiendo un rugido primitivo, abrió la boca como una fiera carnicera para alojarla apretadamente contra ese compendio de tentaciones. María no se contentaba con el delicioso trabajo de su boca y ya los dedos acompañaban al intenso chupeteo al clítoris, introduciéndose nuevamente en la vagina en sañudas penetraciones.
Asida como un naufrago a los muslos de la mujer, Sandra también llevó su boca a iniciar un demencial recorrido que se extendió desde el clítoris hasta la negrura de un ano anormalmente dilatado y, en ese periplo, descubrió que, estregando su mentón sobre esa zona, encontraba complacida recepción en María, quien gruñía su satisfacción.

Distrayendo su accionar por un momento, María buscó debajo de la almohada para extraer un largo pepino que eligiera especialmente por su grosor. En tanto que la lengua volvía a la carga sobre el capuchón del clítoris que ahora dejaba ver claramente el glande blanquirosado que protegía, restregó la ovalada cabeza del fruto sobre los inflamados pliegues y luego, apartándolos como dos carnosas aletas, escarbó todo el óvalo para finalmente, estimular la entrada a la vagina ya dilatada por los dedos y lenta, muy lentamente, fue introduciéndolo en el sexo.
A pesar del tamaño inusitado o precisamente, a causa de ello, los músculos de Sandra se resistían a ser desplazados y un dolor intenso acompaña a la penetración que, no obstante fue haciéndosele placentera. El sufrimiento le aportaba un nuevo elemento de goce, una sensación de euforia masoquista que le hizo disfrutar al sentir ese ariete desgarrando sus carnes e introduciéndose hasta donde ningún pene hubiera alcanzado jamás.
Clavando sus dedos engarfiados en las exuberantes nalgas de su amante, puso en marcha un mecanismo enloquecido de labios y lengua socavando las carnes de ese sexo tan baqueteado. La mano prudente de María condujo la verga hasta sentir la resistencia que le oponía el estrechamiento del cuello uterino. Semejante penetración desesperaba a Sandra y, bramando como un animal en celo, sacudía las caderas como si con ello aliviara la presión del inmenso falo que, por el contrario y ante ese movimiento, María comenzó a mover en un cadencioso vaivén que trastornó a la muchacha.
A pesar del dolor, la cópula se le antojaba maravillosa y agradecía a la mujer con un incremento en sus succiones y lambidas que trasladó hasta el mismo agujero del ano, el que recibió mansamente su boca dando cabida a buena parte de la lengua. Ella imaginaba un gusto más acre por una directa asociación con su función original, pero una ligera capa de un líquido acuoso bañó la lengua de un nuevo sabor no desagradable y entonces, sintiendo como aquel fantástico falo le proporcionaba sensaciones jamás experimentadas, descendió por el perineo y alojó la lengua en la vagina, al tiempo que fragantes flatulencias escapaban del sexo de María.
Luego que ambas alcanzaron sus orgasmos casi simultáneamente, tan alegre como no recordara haberlo estado jamás y ahogada por su propia saliva y la falta de aire provocada por la intensidad de la cópula, la joven se dejó caer sobre el lecho, parpadeando por las lágrimas y el asombro de haber protagonizado el acople más ferozmente satisfactorio de toda su vida.
A través de las lágrimas que empañaban su vista y olfateando su perfume de hembra encelada, sintió como María iba secando su cuerpo del pastiche de salivas, fluidos vaginales y transpiración. No pudo reprimir un susurrante ronroneo y sus ojos se abrieron para perderse en la oscura pasión que habitaba los de su amante. Emocionada, se dejó estar mansamente mientras aquella limpiaba delicadamente con la sábana su piel y cuando terminó de secar su rostro y la humedad del cabello, la aferró prietamente por la nuca para atraerla hacia ella y besarla hondamente en la boca.

Luego de unos momentos de hacerse arrumacos en los que las manos revoloteaban ligeras por sus cuerpos, María se colocó entre las piernas de la joven para alternar los lengüetazos y chupeteos al sexo con un cuidadoso secado hasta que aquel se mostró tersamente seco. Alzándole las piernas encogidas hasta los pechos, la mujer le pidió que las sostuviera así y, asiendo al pepino con una mano, lo oprimió contra la entrada a la vagina para comenzar a presionar lentamente.
Las clásicas prominencias de su superficie y especialmente el largo del fruto, volvieron a complacerla cuando penetró morosamente esos tres o cuatro primeros centímetros en los que la vagina tiene mayor sensibilidad, actuando como la punta de un ariete. El falso falo respondió a los lentos enviones con que la pelvis de María apoyada en su extremo lo empujaba en un lacerante ir y venir sobre los tejidos de Sandra que esperaba angustiosamente se concretara la penetración total.
María se había propuesto no lastimar a la muchacha y entonces, se aplicó a la introducción pausada del falo con pequeños vaivenes que profundizaba centímetro a centímetro, atenta a las expresiones faciales de Sandra. En una autentica exhibición gestual de visajes y mohines, el rostro de la joven iba mutando continuamente en tanto la falsa verga socavaba la vagina con sus rugosidades, provocándole sensaciones simultáneas de goce y dolor, acrecentadas por la contracción instintiva de sus músculos que la ceñían prietamente como una mano.
El bello rostro moreno, tanto esbozaba una alegre sonrisa como se contraía por el sufrimiento y la boca se abría para expresar su aquiescencia a la penetración o dejar escapar el plañidero gemido del martirio. A pesar de todo, con el ralentado movimiento de la mujer parecía ir cobrando ventaja el placer y el cuerpo de la joven se movía ondulante como para facilitar el paso del falo en tanto que las quejas eran reemplazadas por jubilosos asentimientos que se repetían junto al pedido de mayor hondura y velocidad.
Regocijada por las sensaciones, la joven convertía a cada penetración en un motivo de inefable placer y aferrándole con mayor fuerza las piernas encogidas, las doblegó hasta más allá de su cabeza. De esa manera, la grupa iba elevándose hasta quedar casi en forma horizontal y entonces sí, María terminó de introducir la verga hasta que sus dedos se estrellaron contra el ano de la muchacha e inició el meneo de una lerda cópula. Ese suave vaivén terminó de enloquecer a la joven quien, alborozada, sentía como su cuerpo se amoldaba a aquellas anfractuosidades con sucesivas y rítmicas contracciones.
Acuclillada sobre ella con las piernas abiertas como una bestia sobre su presa, la mujer encontró la cadencia exacta para socavarla profundamente, deslizándose cada vez con mayor comodidad sobre las mucosas que emitía el útero para la lubricación. Sandra, que sostenía su torso erguido con los codos apoyados en la cama, contemplaba arrobada aquel rostro que rejuvenecía sus facciones, resplandeciendo por la felicidad de lo que estaba haciéndole. Los dos orgasmos anteriores parecían haberla dejado vacía, pero sus ganas crecían en forma inversa y una arrebatada pasión por ser penetrada de la forma más violenta la acometió.
Como si presintiera la alocada emoción de la joven, María sacó el falo de su sexo y urgiéndola para que le obedeciera, la hizo parar junto a la cama para colocar una de las piernas encogida sobre el colchón. Acuclillándose entre sus piernas, la boca golosa volvió a saciarse en aquellas humedecidas carnes, recorriendo con la lengua tremolante desde el inflamado clítoris hasta el agujero fruncido del ano. La boca de María era un fino instrumento que realizaba en sus carnes tan deliciosas maniobras como jamás hubiera experimentado; vibrando como si estuviera provista de algún motor silencioso que la impeliera, se hundía entre los recovecos de la vulva, exploraba inquieta separando los ennegrecidos tejidos de los pliegues y los labios colaboraban en la succión de los fragantes fluidos que los empapaban. De esa manera, inició un estremecedor recorrido por todo el sexo para luego ascender por el perineo y arribar el prieto agujero anal. Allí se esmeró en aguijonear el frunce radial de los esfínteres para lograr obtener una mínima dilatación.
El sexo anal era contradictorio para Sandra y rogándole a la mujer que no la culeara, se crispaba al menor contacto. Sin embargo, la suavidad de la lengua era tan estimulante, que una jubilosa euforia la fue invadiendo. Apoyándose en sus manos sobre la cama, dio un ángulo a su alzada grupa que favorecía las intenciones de su amante y en tanto la boca volvía a recorrer la vulva, un delgado dedo presionó el ano para introducirse totalmente dentro del recto como en una vaina.
Percatada de la satisfacción de la joven por esa mínima sodomía que parecía no haberle dolido, María fue sumando suavemente otro dedo e inició un movimiento circular que se complementó con un ir y venir que fue cobrando velocidad conforme Sandra manifestaba a voz en cuello su goce.
Cuando la joven rechinaba los dientes y sus caderas se meneaban incontrolablemente por la ansiedad, María se puso en pie y penetró su vagina desde atrás, causándole un goce tan hondo que sólo pudo proferir exclamaciones de agradecimiento. Introducido en esa posición, el falo alcanzaba los más recónditos rincones de la vagina y golpeaba fuertemente contra la estrechez del cuello uterino. Luego de unos momentos de esa placentera cópula, la mujer se acomodó acostada sobre el borde la cama y sosteniendo al mojado pepino contra su entrepierna, la condujo para que ella se ahorcajara sobre su cuerpo. Abriendo las piernas, Sandra se acaballó sobre ella y lentamente fue haciendo descender el cuerpo hasta que la verga se introdujo en el sexo.
María estaba seductoramente embelesada con la figura lujuriosa de la voluntariosa muchacha e, hipnotizada por los agitados pechos que oscilaban al ritmo del coito, los asió para sobarlos tiernamente. Esa posición era una de las preferidas de Sandra y sintiendo la plenitud del consolador en su interior, inició una serie de impulsos que llevaron su pelvis adelante y atrás al tiempo que la meneaba en forma circular como una indecente bailarina árabe.
El movimiento se complementó con la flexión de las rodillas en una cabalgata cuya intensidad obnubiló a la muchacha. Gimiendo roncamente, se apoyó en el torso de la mujer para que sus manos estrujaran sin piedad los mórbidos senos que oscilaban gelatinosamente. Cuando esta imprimió a su pelvis un movimiento ascendente para incrementar la profundidad de la cópula, creyó enloquecer y soltando los pechos, envió una de sus manos a macerar rudamente su propio clítoris.
Inesperadamente, María la aferró por los hombros y con una fuerte torsión de su cuerpo, hizo que Sandra quedara debajo de ella. Saliendo de la vagina, se acaballó sobre su pecho al tiempo que le pedía que succionara al pepino que sostenía entre los dedos. La vista de la falsa verga era impresionante, con sus anfractuosidades cubiertas por una espesa capa de mucosas vaginales y el aroma dulzón que despedía puso frenética a la joven que proyectó su lengua para apreciar el exquisito sabor de sus propios jugos. El contacto con las papilas ejerció un efecto mágico, haciendo que la boca se abriera generosa para recibir la rígida consistencia y, al sentirla llegar al fondo de la garganta, la ciñó con los labios como para impedir su salida por el suave vaivén que María le había impreso.
Así inició una ardua batalla contra el miembro, lamiendo, chupando y deglutiendo ávidamente los jugos que lo cubrían, admitiendo que esa succión se le hacía tanto o más satisfactoria que la de un pene verdadero. Al tiempo que acariciaba las nalgas de la mujer, fue disminuyendo la intensidad de la boca, distrajo dos dedos para que exploraran y buscaran la entrada de la vagina. Introduciéndose primero juntos y envarados en toda su longitud, se curvaron luego como un gancho e iniciaron un movimiento de rascado que desmadró a María.
Sandra nunca había disfrutado así de una mamada; acelerando la actividad de sus dedos en el sexo de la mujer, introdujo el pulgar de la otra mano en el ano y su arrítmica penetración terminó de enajenar a María que, aun disfrutándolo, no quería que aquello terminara tan pronto.
Deslizándose para arrodillarse frente a la muchacha, tornó a hundir al pepino en la vagina para luego sacarlo enteramente y volver e introducirlo en una repetida maniobra que hizo creer a la joven que la agradable cópula se repetiría, pero después de cinco o seis de esos embates, María apoyó la ovalada testa sobre el ano y empujó. La presión fue tan lenta como firme y poco a poco, todo el glande desapareció en la tripa. Aunque la habían culeado varias veces, esos miembros carecían de la dureza, el grosor y la superficie del fruto y, tanto el asombro como el dolor paralizaron a la muchacha, que esperó la consumación de aquel martirio con los ojos y la boca tremendamente abiertos.
María sabía el sufrimiento que estaba provocando en la joven, pero como su intención era hacerla gozar de ese sexo, fue dosificando la penetración con la certeza de que el placer que pronto alcanzaría la chica, superaría largamente aquellos primeros roces. Entretanto y superado el primer dolor provocado por la misma crispación que apretaba sus esfínteres, Sandra percibió como el padecimiento inicial era suplantado por una sensación de plenitud e intenso goce, tal como el placer masoquista obtenido por las uñas en sus pezones. Crispada, sintió como la verga prodigiosa entraba en una extensión al parecer sin límites, hasta que el puño de María se estrelló contra las nalgas.
Modificando su actitud, recompensó a la mujer con una espléndida sonrisa y dándose impulso con tímidos movimientos de la pelvis. Atendiendo a la denodada entrega de la muchacha, María inició delicadamente un suave vaivén que, conforme a los gemidos que iban transformándose en mimosos ronroneos, fue adquiriendo velocidad y profundidad. Ahora era la misma Sandra quien sostenía sus piernas abiertas y encogidas al tiempo que la alentaba con repetido asentimiento y entrecortadas frases en las que expresaba groseramente su contento, auto calificándose como su devota putita personal.
Eufórica por esa manifestación de entrega de la peluquera, María retiró por un momento el falo del ano y, colocándola de rodillas con el torso apoyado en las sábanas, volvió a darle empuje al consolador con la pelvis para penetrarla como un hombre, tan hondamente que l ella, arrobada por esas sensaciones maravillosas, llevó su mano para excitar en apretados círculos al clítoris.
Como una diosa lujuriosa, con su cuerpo cubierto de transpiración, el corto cabello gris oscurecido por el sudor y las piernas acuclilladas para darse aun mayor impulso, María incrementó el vigor de sus rempujones, haciendo que Sandra, quien aun no tenía conciencia de cuanto de placer y sufrimiento sadomasoquista contenía esa cópula infernal y en tanto alentaba a su amante a penetrarla más y mejor, dejaba escapar de su boca delgados hilos de baba mientras por sus mejillas corrían lágrimas de alegría y de ese dolor exquisitamente irritante que la complacía.
Ya la verga se deslizaba en la tripa cómodamente y entonces, María inició una alternada cópula en ambas aperturas de la muchacha. Ora por la vagina, ora por el ano, el pepino penetraba a la joven con demoníaca furia pero, aun así, la mujer se daba tiempo al retirarlo para contemplar como su dilatación le dejaba ver el aspecto cavernoso del rosado interior y recién tras observar la lenta contracción de los esfínteres, volvía a penetrarla para repetir el tratamiento alternativo durante largo rato.
Ya Sandra creía que no podía ser más feliz y entonces le pidió a la mujer que la hiciera alcanzar ese tan demorado tercer orgasmo. Esperando tal vez ese reclamo, María se fue dejando caer de espaldas sin retirar la verga del ano. Pidiéndole a la muchacha que apoyada en sus pies echara las manos hacia atrás para formar un arco, estrujó sus senos con una mano e inició un poderoso vaivén con la pelvis, penetrándola desde abajo con una violencia que dejó sin aliento a la joven.
Sus brazos se resentían por tanto esfuerzo y dejó que sus espaldas se apoyaran en los senos de su amante, quien se adueñó del cuello con la boca en apasionados chupones que unidos al roce de las afiladas uñas a los pezones y el continuo vaivén del falo en el ano, la llevaron rápidamente a sentir la avasallante riada de sus jugos internos explotando y derramándose aguachentos por el sexo, escurriéndose hasta donde la verga la socavaba tan placenteramente. Obtenida su satisfacción con la obtención de la suya, María se puso de lado para abrazarla tiernamente y así se dejaron estar blandamente para sumirse en la tibia modorra de la satisfacción plena.








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Comentarios enviados para este relato
katebrown (18 de October de 2022 a las 22:21) dice: SEX? GOODGIRLS.CF

katebrown (18 de October de 2022 a las 19:45) dice: SEX? GOODGIRLS.CF


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