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El destino de Susana (III)

Relato enviado por : Anonymous el 29/07/2009. Lecturas: 2758

etiquetas relato El destino de Susana (III) .
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Resumen
Las hormonas de Susana se desatan en una boda... con resultados catastróficos.


Relato
III

Acabadas de pintar las uñas, miró el reloj: ¡Dios mío! ¡Ya sólo faltaba una hora para que pasaran a recogerla! Rápidamente, descendió de la cama y se puso el sujetador sin tirantes a juego con sus braguitas marrones de volantillos. Se sentó entonces ante el espejo y empezó a maquillarse: el tono de las mejillas, la pintura de los ojos, las cejas y el carmín en los labios la tuvieron entretenida, al menos, veinte minutos.
Acabado todo eso, se miró triunfalmente: lo había conseguido, se veía bien y a tono con el complicado peinado que le habían hecho por la mañana en la peluquería. Se levantó y se dirigió a una pequeña cómoda, de uno de cuyos cajones sacó un paquete de medias “indicadas para el verano”, según rezaba en él. Asimismo, sacó un liguero: “Tengo curiosidad por ver cómo queda esto”, se dijo mientras se lo ataba a la cintura; después, se sentó al borde de la cama y se subió con mucha suavidad las medias negras de rejilla. Tuvo que dedicar algo de tiempo hasta descubrir el perfecto funcionamiento del liguero: “¡Coño! Sí que es complicado esto...”, pensó. Una vez hecho volvió a levantarse y se miró en el espejo del armario: “¡Guau! ¡Parezco una mujer fatal!”, sonrió mientras se daba la vuelta..., “Soy demasiado culona”, se repitió por enésima vez mientras se palpaba el trasero.
Se decidió a ponerse el vestido, negro, de satén, que carecía de tirantes y llevaba un pequeño lazo a la altura del culo; era corto, llegaba a medio muslo, y algo acampanado. La cremallera la puso nerviosa: “Mierda de trasto, por su culpa llegaré tarde”. A la cuarta intentona consiguió su propósito y buscó ya un collar, ancho y de pedrería, y un par de pendientes largos, a juego. El fajín hundía su cintura de 65 a 62 centímetros, y por ello el nacimiento de sus senos parecían anunciar melones de una talla superior a 100.
Justo cuando se ponía los zapatos negros, cubiertos sólo por delante y con un tacón que la elevaban a 1,83, sonó el timbre de la puerta:
- Uuuufff – suspiró Susana. Se dirigió al interfono -. ¿Sí?
- Susi, soy Maite. Ya estamos aquí.
- Cojo el bolso y bajo.
- Venga, corre, que Jorge está que echa humo...
- Voy.
Cogió el pequeño bolso que completaba su vestimenta, comprobó nerviosamente que lo llevaba todo: llaves, móvil, maquillaje..., y salió a la estampida. Una vez en el portal, las dos amigas se admiraron y se intercambiaron halagos, hasta que la voz de Jorge les urgió prisa:
- Venga, niñas, que no llegamos.
Ya en el coche, reemprendieron el camino en medio de un tráfico fluido.
- Oh, chica – dijo Susana, echándose hacia los asientos delanteros -, casi no puedo creerme que Montse se case.
- Y con Salva, nada menos – respondió Maite. Ambas intercambiaron unas risitas cómplices.
- ¡Coño! ¿Me he perdido algo? – preguntó Jorge.
- Calla, calla, son cosas nuestras – y de nuevo arreciaron las risillas de ambas.
En ésas, Jorge indicó:
- Ahí está la iglesia; bajad, que yo iré a buscar aparcamiento.
Maite y Susana abandonaron el automóvil y pronto se sumergieron en la multitud que esperaba en la escalinata; encontraron a otras amigas y se pusieron a charlar.
De pronto, alguien gritó:
- ¡La novia! ¡Llega la novia!
Apelotonamiento, nervios, prisas por estar en primera fila; lamentablemente, Susana se quedó bastante atrás, empujada sin contemplaciones por un matrimonio obeso y sus cinco chiquillos.
- Oigan... – empezó a protestar.
- Disculpa, monina – cortó la señora.
- ¡Fea! – dijo uno de los críos, sacándole la lengua.
Roja de ira, Susana decidió callarse y ver lo que pudiera gracias a su altura y a los tacones.
- Algo veremos, supongo – dijo una voz masculina a su derecha; Susana se volvió: ¡Dios mío! ¡Qué tiarrón más guapo! ¡Qué sonrisa más atractiva! Moreno y un poco más alto que ella, la miraba detenidamente. Casi sin habla, sólo se atrevió a decir:
- Supongo – acompañando a la palabra con una risilla estúpida.
Mirando la entrada de la novia, su cabeza daba vueltas: “¡Qué bueno está!... No le diré nada, que no me tome por una tía facilona... ¿Por qué no dice nada más?” Lo miró de reojo, notando cierta excitación calenturienta; los ojos del chico estaban fijos en la comitiva nupcial: “¿Me lo encontraré después?... Hostias..., me encantaría tener un revolcón con él...”
A lo lejos veía con envidia e irritación contenida cómo sus amigas se acercaban y hablaban con la feliz Montse; luego, el grupo de invitados empezó a avanzar y se lanzó a la búsqueda y captura de un buen lugar para seguir la ceremonia. De nuevo, Susana se quedó en el último banco acompañada de la familia rechoncha. Vio al chico con el que había hablado unos cuatro bancos más adelante.
De la boda, la verdad es que Susana no se enteró de nada, pues sentía un permanente picoteo en la pierna y en el muslo derechos; un picoteo molesto y doloroso que se repetía a intervalos regulares, pero cuyo origen no se explicaba. Lo único cierto es que a cada momento bajaba la vista, cuando sentía el pequeño pero molesto dolor, y no se atrevía a rascarse por temor a romper la media. Sólo al final de la ceremonia vio que uno de los niñatos de aquella insufrible familia le enseñaba sonriente una pajita y le mostraba cómo le había estado lanzando chinas. La ira produjo que su cara se pusiera roja como un tomate, pero no osó decir nada...
Una vez fuera, las casualidades del destino quisieron que quedase de nuevo encajonada junto al orondo matrimonio; el crío la miraba sonriente y, de vez en cuando, le sacaba la lengua y susurraba: “¡Tonta, tonta!”. Susana no sabía dónde meterse, pues se moría de vergüenza, ni qué hacer, porque era tal el caos de invitados que nadie podía moverse. Así que aguantó estoicamente los insultos del chaval: “Pero..., ¿por qué no le dicen nada sus padres?”, se preguntaba.
De pronto se produjo un bullicio y un nervioso movimiento entre los asistentes. La novia había lanzado el ramo; Susana levantó un brazo para intentar cogerlo y notó como si aquel par de costillas que su antiguo novio le había roto cedieran de nuevo: tal fue el golpe que le propinó con un codo la gorda que tenía delante. Viendo literalmente las estrellas y lanzando un pequeño chillido, trastabilló, voló uno de sus zapatos, se torció el tobillo descalzo y hubiese caído al suelo si alguien no la hubiese sujetado.
- ¡Ay, qué daño, ay!
- ¿Te encuentras bien?
Abrió los ojos: ¡era él!, ¡era el chico de antes! Medio llorosa aún por el dolor, respondió:
- Sí, sí, gracias.
Él la ayudó a ponerse en pie.
- Creo que he perdido un zapato – dijo Susana, a la pata coja y apoyándose en el hombro del joven.
- Sí, ahí está.
Ambos se dirigieron hacia él, la chica dando saltitos y notando, a cada uno de ellos, como si la golpearan en el costado. Se puso el zapato.
- Gra... gracias – miró al joven, sonrojada.
- No ha sido nada – sonrió él, dejándola anonadada.
- ¡Susi! ¿Dónde te habías metido? Venga, que nos vamos al restaurante – era la voz de Maite.
Ella se volvió y ya se encaminaba hacia su amiga cuando oyó que él decía:
- Santi.
Le miró:
- Hasta luego, Santi.
- Hasta luego, Susi – respondió.
En el coche, una Maite muy parlanchina quiso comentar con ella todos los detalles de aquella ceremonia que Susana no había casi visto; al final, en vista de que su amiga parecía como atontada, cejó en su empeño, con cierta irritación.
Ya en el restaurante, Susana quedó sentada entre una antigua conocida, con la que jamás había tenido nada en común, y un pelmazo que sólo sabía hablar de política; para mayor desgracia, aquel tema pareció agradar al resto de comensales y ello produjo que la cena se le hiciera eterna.
Por mucho que buscaba a Santi, no era capaz de verlo en ninguna mesa, y eso que acudió al servicio por lo menos cinco veces, actuación que había permitido al pelma hacer un chiste a su costa, diciendo algo de una fuente y provocando la hilaridad de los demás y su vergüenza y rabia traducidos en un violento sonrojo. Tal cosa había sucedido al principio del segundo plato y no fue hasta que se inició el baile que se atrevió a ir de nuevo al baño, pues se sentía a punto de estallar.
Diez minutos hacía que sonaba la orquesta, tres eran las peticiones rechazadas por ella, cuando al fin lo vio, marcándose un lento con una pelirroja de poderosos dientes; durante cinco minutos se hizo la encontradiza, sonriéndole como una boba y provocando dos peticiones más. Al final, cuando lo vio solo, se dirigió a él:
- ¿No vas a bailar más?
Él la miró con cierta sorpresa:
- Ah, hola Susi. Claro, si quieres, claro que sí.
Se agarraron para otro lento; ella prácticamente se le pegó, restregándole las tetas y provocándole una primera erección. Sólo le faltaba eso a Susana: el alcohol que había tomado y la sensación del miembro duro en su entrepierna la puso a cien.
- Eres muy guapa – dijo él.
- Y tú también – respondió ella, casi rozando con sus labios carnosos los del joven.
Éste se atrevió a darle un pequeño beso al que correspondió complacida, notando cierto temblor en todo su cuerpo.
- Oye..., no quisiera ser descarado, pero, ejem..., ¿y si hacemos... bueno... como los novios harán después? – le susurró Santi al oído provocándole un cosquilleo que se transmitió a todos los poros de su piel.
- Pero... ¿dónde? – atinó a decir.
Notó cierto parón en el joven; “seguro que se ha quedado de piedra”, se sonrió Susana.
- Conozco un sitio.
- ¿Aquí?
- Sí, aquí – jadeó él.
“Ahora es él el que debe dar el paso”, pensó Susana. “No diré nada, aunque, ¡me muero de ganas!”
Pasó un minuto.
- ¿Y bien?
- Y bien, ¿qué?
- ¡Coño! ¿Vamos o no?
Ella nada respondió; “a sufrir, guapo”, se dijo mientras notaba algo indecible en su sexo.
- ¿No quieres o qué? – espetó Santi.
- Oye, no te enfades – hizo un mohín – Venga, vamos.
Llevada de la mano por aquel joven, abandonó el salón de baile y le pareció que se dirigían hacia la cocina; bruscamente, Santi la hizo girar hacia la derecha, y siguieron un pasillo que acababa en una pequeña puerta.
- Pues sí que lo conoces bien todo esto – dijo ella.
- Veraneé durante mucho tiempo en este hotel – abrió la puerta -. Bajemos.
Una tenue luz blanca llegaba desde el fondo de una escalera de piedra.
- ¿Qué hay ahí? – preguntó Susana, mirando hacia abajo con cierta aprensión.
- No te preocupes; allí no hay ni habrá nadie hasta mañana – empezó a descender -. Es como el horno del restaurante.
Ella siguió sus pasos, insegura por culpa de los tacones y apoyándose con ambas manos en las paredes, que resultaron estar algo húmedas. El tintineo de la tira metálica y dorada de su bolso era la único que se oía.
Cuando llegó al final, apareció ante sus ojos una pequeña sala cuadrada, flanqueada por una especie de muebles de metal que estaban coronados por una superficie lisa y bruñida, aunque en ocasiones mostraba algunos puntos negruzcos, como de algo que se hubiese quemado.
- Esto – empezó a explicarle Santi – dentro de, digamos – miró su reloj – unas seis horas, estará a tope de panaderos, que pondrán ahí encima pastas y bollos para el desayuno – señaló las superficies.
Susana asintió; él se le acercó y la cogió de los brazos:
- Bollitos como tú – dijo.
Una de las manos se situó en su nuca; la otra, en su cintura y la atrajo hacia él. La besó con firmeza, introduciendo suave pero apasionadamente su lengua para juguetear con la de ella. Susana notó un maravilloso cosquilleo en su interior.
- Besas muy bien – le dijo casi sin aliento.
Él sonrió y volvió a atraerla hacia sí; la mano que estaba en su cintura se metió por debajo del vestido y palpó con determinación su culo. Un ahogado gemido de placer escapó de la garganta de Susana cuando descubrió las respetables dimensiones de la verga de Santi, que se adivinaban bajo su pantalón. Él la miró muy de cerca:
- Tienes un trasero de la hostia – jadeó – a juego con tus tetas.
Ella le sonrió mientras su mano no paraba de recorrer cierta parte de la anatomía del joven:
- Y tú tienes una lanza que me va a encantar sentirla dentro de mí.
La pasión fue adueñándose de ambos; los zapatos de Susana volaron como si tuvieran vida propia, y la cremallera de su vestido bajó a una velocidad inusitada. El cinturón de Santi colgaba ya a los dos lados de la columna que se alzaba, vigorosa y desafiante, por la parte superior de unos calzoncillos huérfanos ya de pantalón.
Susana estiró un brazo y por él descendió el bolso, que aterrizó con suavidad; luego, se apartó un poco de Santi y, sin dejar de sonreír lujuriosamente, con unos ojos brillantes que no se apartaban de aquel enorme falo erecto, ayudó a que su vestido, detenido en su cintura, acabase de caer al suelo.
- Jobar, estás buenísima – murmuró Santi, y se le acercó como si el pene, ya libre de calzoncillos, tirara de él. Ella lo recibió en sus brazos y empezó a besarlo apasionadamente, restregándole de nuevo sus pechos endurecidos bajo el sujetador y jugueteando con aquello que la excitaba tanto. Él, por su lado, no paraba de palparle el trasero, mientras acariciaba e introducía un par de dedos en aquel coño tan húmedo, que invitaba a mil delicias.
- Te voy a follar ahora mismo, Susi – pronunció entre jadeos. Ella sonrió. Se echaron hacia atrás, gimiendo ambos de placer y acercándose a una de esas superficies metálicas; sintió cómo la levantaba en brazos y la sentaba allí.
El corto chillido, pero intenso y desgarrador, de Susana se oyó a la par que un leve crepitar en sus nalgas, alrededor de las cuales empezó a elevarse un humo blanco. Perdió el conocimiento; Santi, asustado al principio, tuvo, sin embargo, la suficiente presencia de ánimo como para agarrarla de las axilas y sacarla de ahí, aunque no fue fácil: parecía como si el culo se hubiese quedado pegado a aquella superficie que ardía a una temperatura muy elevada.
Lentamente, consiguió sacarla de allí y la dejó en el suelo, boca abajo: aterrorizado, vio que no quedaba rastro ni de las braguitas ni de parte del liguero, chamuscados, y que el trasero de Susana no era más que una llaga viva de la que aún se desprendían leves virutas de humo.
Asustado, Santi no sabía qué hacer; su primera intención fue huir, y ya se dirigía a vestirse de nuevo cuando, al verla ahí, tumbada, sintió de nuevo una erección... Se acercó poco a poco, con el miembro cada vez más duro, y le tocó la cabeza con un pie: nada, estaba como muerta, aunque él notaba que seguía respirando.
Se puso detrás de ella: “Total, no se va a enterar”; se arrodilló y, haciendo caso omiso del intenso olor a carne quemada, la elevó por la cintura, de tal modo que cayó al suelo el resto de sus bragas y liguero, con las medias colgando de él. Le abrió las piernas y, con creciente excitación, le pasó los dedos por el coño. Estaba, evidentemente, seco. Se escupió en una mano mientras con la otra seguía sosteniendo a Susana. Se frotó el pene hasta dejarlo reluciente y empezó a introducirlo con lentitud pero con tesón en el sexo de la desvanecida chica. Poco a poco fue entrando, y su excitación aumentó hasta convertirse en algo animal. Un golpe de fuerza acabó por meter la polla hasta el fondo, y empezó un vaivén alocado, frenético. Con la mano libre, jadeando, buscó las tetas de Susana, todavía en el sujetador; arrancó éste con violencia y manoseó los pechos y pezones. Empezó a moverse como un poseso, con los ojos en blanco metía y casi sacaba una y mil veces el pene del agujero que le producía un placer indescriptible. A sus jadeos sólo acompañaba el leve y monótono golpeteo de la cabeza de Susana contra una de las aristas de aquellos muebles: del complicado peinado no quedaba nada más que una maraña de cabello en la que se intuía ya un hilillo de sangre, fruto de los golpes.
La eyaculación fue potente, bestial, como sólo podía esperarse de un miembro de tales dimensiones; el profundo gemido de Santi rebotó en las paredes del horno. Con mucha suavidad, sacó la verga, ya medio aplacada, del coño de Susana, y se apartó de ella un poco.
Tras levantarse, volvió a vestirse y a calzarse; la miró de nuevo: “No se ha enterado de nada”, se dijo; observó con curiosidad el trasero, pura carne viva de la que se destilaban pequeños regueros como de agua. “Lo que debe de doler, eso”, y, algo arrepentido, pensó en ayudarla. Dio la vuelta al bolso que había recogido y dejó que su contenido cayera al suelo; buscó documentación, pero sólo encontró el DNI, que explicaba que Susana Fajardo Molins tenía 23 años y vivía en un 1º 2ª, y un carné de conducir reciente, desde el que una foto de la chica le sonreía estúpidamente.
Se puso en un bolsillo un billete de 20 euros que navegaba entre las pertenencias de Susana: “Total, para que se lo quede otro”, se dijo; viendo que nada podía hacer, decidió largarse, cosa que hizo sin olvidar cerrar la puerta que daba acceso al reducido local.



Lo primero que vio, cinco horas después, el primer empleado del horno, aún lo recuerda a sus amistades: una chica joven, de buen ver, tirada en el suelo, que le miraba con ojos llorosos y suplicantes mientras susurraba: “Por favor, ayúdeme, por favor...”. Llamado su jefe, éste exclamó al verla: “Dios mío, tiene el culo en carne viva. Llamad a una ambulancia”.
Susana se vio obligada a pasar cuatro meses en el hospital; día tras día cabeza abajo, y durante cuatro meses más tuvo que dormir en tal postura, además de no poder sentarse o hacerlo como quien quiere gozar de un suplicio. De Santi, nunca más se supo...

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Comentarios enviados para este relato
katebrown (18 de October de 2022 a las 21:04) dice: SEX? GOODGIRLS.CF


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