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Larga noche estival

Relato enviado por : Anonymous el 22/05/2011. Lecturas: 11059

etiquetas relato Larga noche estival   Orgías .
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Resumen
Una familia es asaltada en la playa y los obligan a sostener sexo con todos ellos y además entre sí


Relato

Aquel veraneo prometía ser uno de los mejores de su vida. Casada desde hacía dieciocho años con Bruno, el joven arquitecto había crecido en la consideración profesional y vivían con mediano bienestar económico.
Del humilde departamento en Villa Urquiza, rápidamente chico con la llegada sucesiva de Adrián y Camila, habían pasado a un chalecito en Florida, barrio en el que vivieran durante diez años y donde sus hijos desarrollaran sus estudios.
En los últimos cinco años, Bruno había dado un salto espectacular y la obtención de dos grandes obras posibilitaron la concreción un sueño largamente anhelado para la familia; el primero fue la compra y reciclado de un viejo chalet inglés en La Lucila que habitaban desde hacía cuatro y el segundo y paralelo, fue la compra de una gran parcela que, sobre la playa, permitió al arquitecto la ejecución de una magnífica construcción sobre un médano consolidado, guardando reminiscencias a las antiguas residencias lacustres de los holandeses en el caribe.
Esa misma noche y luego de cenar, habían hecho con su marido un repaso de ese pasado venturoso, especialmente el inicio de matrimonio había sido tan lleno de amor como de incertidumbres; él, de veinticuatro y con sólo el relativo respaldo de un diploma universitario pero virgen en la profesión y ella, que a los dieciocho años y recién egresada como docente, había visto coartada su posibilidad universitaria por el advenimiento precoz de un embarazo no premeditado.
Sin embargo, el talento de Bruno y la suerte les habían sido propicios y hoy estaban orgullosos de su bienestar económico y de esos hijos que eran un sol para los dos; Adrián había heredado el talento de su padre y con sus diecisiete años, ya preparaba el ingreso a la facultad para seguir la misma carrera que aquel, en tanto que Camila cursaba la secundaria pero a los quince años, descollaba en las pasarelas de moda como una de las”lolitas” predilectas de los diseñadores.
Estéticamente, la familia toda sobresalía en el ambiente por su armonía; los cuarenta y dos años de Bruno se veían realzados por el atractivo de su alta figura, un poco enjuta pero elegante, con la madurez manifestándose en sus sienes elegantemente canosas dando marco al brillo de sus claros ojos verdes. Ella misma no le iba en zaga, ya que los años y los embarazos no modificaron para mal su espigada figura sino que parecieron consolidarla en firme contundencia a sus senos y nalgas, lo que unido al corte juvenil desmechado sauvage y la diafanidad de sus ojos color miel, hacía difícil conjeturar que tenía treinta y seis años bien cumplidos.
Congratulados por el resultado de sus esfuerzos, estuvieron hasta cerca de las dos de la mañana tendidos en las reposeras de la alta terraza de madera que les permitía observar la inmensidad marítima a sólo metros de ellos. Al salir Bruno con su camioneta para ir a buscar a los chicos que estaban en una fiesta privada en la otra punta del balneario, ella entró a la casa para colocarse un largo pareo sobre la escueta bikini y minutos después, cuando se encontraba en el living tomando un poco jugo de fruta con vodka, sintió correrse las puertas automáticas del garaje y al disponerse a recibirlos, escuchó el barullo de unos gritos confusos.
Tan orgullosa de la casa como su marido, lo único que siempre la había desasosegado era su extrema soledad, a más de doscientos metros del vecino más próximo y eso colocaba una secreta alarma en sus tripas cada vez que los chicos salían. Ahora y como si todas sus prevenciones se vieran confirmadas, escuchó alarmada como crecía el bochinche y de pronto la puerta que comunicaba con la cochera en la planta baja se abrió para dejar paso a un hombre con un arma de fuego que, sin darle tiempo a reaccionar, rodeó su cuello por atrás con un brazo mientras decía hacia abajo que todo estaba bien.
Temblando como una hoja, sentía el musculoso brazo acogotándola y con ojos desorbitados por el espanto, vio como Bruno y sus hijos entraban empujados por otros dos hombres con armas. Con voces perentorias pero sin exageraciones en el trato, los hicieron sentar en el largo sillón principal del living y una vez allí, casi con cortesía, quien parecía llevar la voz cantante, les dijo que hacía días que los vigilaban y conocían de esa soledad que no les permitiría guardar esperanza alguna de ayuda, así que, si ellos colaboraban con sus exigencias, esa experiencia sólo quedaría en sus vidas como cualquier otra vicisitud.
El tratamiento gentil hizo mella positivamente en el matrimonio y cuando el hombre les pidió que le hicieran entrega de todos sus bienes económicos en efectivo, joyas y otros valores de fácil manejo, no pusieron objeción en entregárselos, pero como la mayoría de las cosas estaban en las habitaciones de la otra planta, los hombres decidieron no tomar riesgos y, atando a su marido y los chicos, uno a cada silla del comedor, eligieron que fuera Raquel quien los condujera en la búsqueda.
Mientras los otros hombres registraban los cuartos de los chicos, recolectando anillos, collares, cadenas y otros bienes de menor valor, Raquel vació su alhajero, reunió los relojes de marca de ella y su marido y, finalmente, obtenida de Bruno la combinación, abrió la caja fuerte empotrada dentro del placard. Como ellos pasaban los dos meses del veraneo en la casa, no tenían necesidad de utilizar grandes sumas de dinero, moviéndose con cheques y tarjetas, por lo que los siete mil dólares encontrados no fueron del agrado del hombre quien, súbitamente enfurecido y mientras la maldecía diciéndole que no podían ser tan ratones con semejante casa, la condujo a los zamarreos hasta la planta baja.
Con toda su buena voluntad, el matrimonio trató de explicarles que no los engañaban y que esa era la única suma en efectivo de que disponían, ya que si hubiera necesidad, recurrirían a sus cuentas bancarias. Aunque los relojes y las joyas redondeaban una fuerte suma, el tener que reducirlas bajaba las expectativas de los hombres, hasta que a uno de ellos se le puso entre ceja y ceja que les estaban ocultando la verdad y que deberían recurrir a métodos extremos para que confesaran.

Repentinamente, todo pareció cambiar para convertirse en una pesadilla. La amable cortesía fue reemplazada por una bronca violencia y al insistir para que Bruno confesara donde escondía otro dinero, lo amenazaron con”divertirse” un rato con la”nena”. Reafirmando sus intenciones, y aun atada a la silla, despojaron a Camila de las pocas prendas que vestía para dejar expuesta y admirar embelesados con procaces elogios las magníficas formas de la adolescente, quien lloraba desesperadamente ante la vergúenza de esa humillación.
Los rugidos enfurecidos de Bruno no hicieron sino cambiar el rumbo de su interés y el hombre que mantenía sujeta a Raquel, la hizo arrodillarse de un brusco tirón y sacando su verga del pantalón, la sacudió ante su cara mientras le preguntaba burlonamente a su marido si era buena chupadora. Como Bruno insistiera con su juramento de que no les mentían, el hombre le dijo con suave firmeza a Raquel que si no querían que la chiquilina pagara el pato por la obcecación de su marido, ella tendría que colaborar y, restregando el glande de la todavía tumefacta verga contra sus labios, le exigió que la chupara, reforzando la orden con el caño del revolver en su cabeza.
Ella sabía positivamente que realmente no había más dinero y que cualquier cosa que hiciera sería un sacrificio que podría aplacar la ira de los hombres. Con la misma mansa sumisión y destreza conque se lo hacía a su marido, tomó en la mano al amorcillado pene para, inclinándose, tremolar con su lengua en la base del tronco, dejando a los dedos la tarea de realizar movimientos envolventes sobre el glande y prepucio. Su predisposición encantó tanto al hombre como enloqueció a su marido, a tal punto que uno de los otros le tapó la boca con un trozo de cinta adhesiva para que no molestara y así, libres de los escandalosos improperios de Bruno, el hombre la alentó para que prosiguiera mamándolo con esa boca que, según él, parecía haber sido creada solamente para las felaciones.
De la mano de Bruno, su único novio, a los diecisiete años había accedido entusiastamente al sexo para, perdiendo la virginidad, ganar insólitamente el embarazo que la obligara a casarse y eso había sido todo; nunca había conocido la seducción de otro hombre y mucho menos sus favores sexuales, aunque en los últimos años rondaban fantasías en su cabeza sobre cómo sería hacerlo con alguien que no fuera su marido.
Ahora, veinte años después y de la forma más inesperada, se le presentaba la ocasión de comprobarlo sin caer en la bajeza de serle infiel, por lo menos voluntariamente. Espiando con el rabillo del ojo la cara congestionada de su marido y la azorada de su hijo, a cuyo lado su hermana desnuda seguía con la avergonzada cabeza baja, multiplicó el énfasis de sus chupeteos al tronco que, al estímulo de los labios y lengua iba adquiriendo mayor tamaño y endurecimiento.
Repentinamente, se dio cuenta que ya no quería satisfacer al hombre sino que ella era quien se regodeaba al juguetear con esa verga que, definitivamente, iba adquiriendo categoría de falo y, escarbando con la punta engarfiada de la lengua en la sensibilidad del surco que protegía el prepucio, hizo estremecer de goce al hombre.
Estaba fascinada por la creciente rigidez de ese miembro que, ya a esa altura, superaba ampliamente al archiconocido de su esposo y esa certeza puso en su mente un perverso propósito; tras lambetear con insistencia la monda cabeza, los labios fueron enjugando la saliva en breves chupeteos hasta que los labios fueron envolviendo todo el glande, introduciéndolo en la boca hasta que los labios se ciñeron en la flojedad del prepucio y desde allí, inició un corto movimiento de vaivén al tiempo que succionaba hondamente las carnes.
El sabor y tamaño del falo la sacaba de sus cabales y, envolviendo con los dedos al tronco, formó una especie de prolongación a los labios, haciendo que ese conducto imitara a una vagina y así, subiendo y bajando por la verga, cada vez la introducía un poco más en la boca y ya no eran solamente los labios los que se apretaban contra la piel sino que el filo romo de sus dientes la rastillaba cuidadosamente sin lastimarla.
El hombre rugía de placer proclamando a sus amigos que la “señora” era una señora puta mientras hamacaba el cuerpo como si la penetrara por el sexo. Eso y la fatiga que ella misma sentía por el entusiasmo con que succionaba al pene, la hacían alternar las chupadas con violentas masturbaciones de las manos que se movían de arriba abajo en divergentes movimientos circulares hasta que percibió que estaba por alcanzar su merecido premio.
Tras dar dos o tres largas succiones en la que la punta de la verga alcanzaba su garganta mientras ella meneaba la cabeza de lado a lado al retirarla, comenzó una frenética masturbación al tiempo que la lengua empalada salía de la boca como una alfombra para recibir la eyaculación del hombre que, cuando llegó, lo hizo con abundantes y espasmódicos chorros de esperma que ella se apresuró a contener cerrando la boca para sentirlos golpeando deliciosamente el paladar y deglutir su almendrado sabor.
En tanto recuperaba el aliento sentada en sus talones, se sintió asida por los cortos cabellos y el hombre, como si su acabada hubiera accionado un mecanismo de deseo loco, mientras le quitaba el pareo y el corpiño de la bikini con un zarpazo de la otra mano, la hizo recostarse en el ángulo entre el respaldo y el brazo del sillón; alucinado por los senos bamboleantes que exhibían en su vértice las granuladas aureolas oscuras y la erguida fortaleza de los gruesos pezones, se abrazó al torso para encerrar entre sus labios semejante portento para que la boca entera se entregara a macerar los pezones en ruidosas succiones mientras una mano estrujaba la mórbida carnosidad del otro pecho en tanto pellizcaba al pezón entre pulgar e índice.
Recuperando parte de su recato, Raquel presionaba con sus brazos sobre la cabeza del hombre pero, impedida de librarse de él por su corpulencia, no hizo otra cosa que marcarle el camino. Abandonando los senos, la boca premiosa se deslizó por el vientre hasta arribar al obstáculo que le suponía el slip pero, abriéndole con violencia las piernas, la boca se alojó golosa sobre la sedosa tela para chupar los jugos que la humedecían y ese sabor lo enajenó.
Rompiendo las casi inexistentes tiritas, contempló deslumbrado el tamaño de la depilada vulva por cuya rendija escapaban los bordes ennegrecidos de los labios menores. Envolviendo los muslos con sus brazos, le levantó las piernas asentándolas sobre sus espaldas y poniendo las manos en las ingles, acercó la boca al sexo para oler con fruición la tufarada almizclada de la vagina, haciendo que la lengua saliera presurosamente vibrante para recorrer la oscura raja desde el ano hasta el erguido clítoris.
Aferrada con sus manos echadas hacia atrás al borde del sillón, Raquel se apretujaba contra el tapizado y entonces fue que otro de los hombres se acercó a ella para sostenerle la cabeza al tiempo que buscaba su boca con la punta de un ya endurecido pene. Sintiendo la delicia de la lengua tremolante del otro escarbando en su sexo, separándole los labios mayores para fustigar las carnosas aletas y luego hurgar en el óvalo a la búsqueda del clítoris, se ladeó un poco y abriendo la boca, se entregó a una de las mejores felaciones de su vida, ya que el primero había sumado la presencia de dos dedos, penetrándola en placenteros vaivenes que estregaban todo el interior vaginal.
Al parecer saciado con esa masturbación, el hombre se irguió para abrirle las piernas y hundir en el sexo oferente la majestuosidad de la verga portentosa. La sensación era maravillosa; algo que nunca había pensado pudiera disfrutar, la estaba socavando como un ariete. Apoyada en un codo, se asía con una mano al muslo del otro hombre mientras que, entusiasmado por la estrechez de su vagina, el primero la aferraba por las caderas para darse impulso, haciendo que el prodigioso pistón de carne la penetrara como nada lo había hecho en su vida, avasallando las débiles aletas cervicales y con el chasquido sonoro de las carnes mojadas estrellándose, se dedicó con ahínco al chupeteo de ese falo que, sin tener un tamaño espectacular, también era distinto al otro por su extraña conformación, ya que largo y medianamente grueso, se curvaba hacia arriba para terminar en un glande redondo y sin prepucio.
El masturbarlo le procuraba un inexplicable goce que redundaba en favor del hombre, ya que labios y lengua se esmeraban en saciarse en esa redonda cabeza, haciendo estragos con labios y lengua en el espacio donde debería existir el tierno pellejo de un prepucio.

Un desenfrenado arrebato parecía haber invadido al primero, quien no solo penetraba vigorosamente su sexo sino que, haciéndola rotar lentamente en el asiento para que no dejara de chupar a su cómplice y ahora arrodillada en el borde, había hundido profundamente uno de sus pulgares en el ano de Raquel, arrancándole ansiosos gemidos de satisfacción y, cuando vio la respuesta de la mujer, sacando el falo empapado por sus mucosas vaginales, lo apretó contra la tripa y empujó.
Si bien siempre le reclamara que deseaba probar la sodomía, recién después de diez años de matrimonio Bruno había accedido a hacerlo pero a él no lo satisfacía. De hecho, gran parte del goce que ella encontraba en aquello, era esa forma masoquista de obtener placer, en la que el dolor prologaba mágicamente a una de las formas más extraordinarias del disfrute.
Sacando la verga de su boca para evitar lastimarla en algún movimiento reflejo al momento de la penetración, se extasió en la masturbación con una mano en tanto que la otra acariciaba tiernamente los globosos testículos del hombre y, cuando finalmente sus esfínteres cedieron a la presión, fue todo un regocijo sentir como semejante barra de carne se internaba en el recto. En respuesta a sus enronquecidas afirmaciones de que así era como deseaba ser culeada, el hombre sacó totalmente el falo para comprobar la dilatación en que permanecía el agujero, dejándole divisar la blanquecina tripa antes de cerrarse para entonces volver a penetrarla.
El dolor goce había abotagado su hermoso rostro y la boca volvía a buscar ansiosa la curvatura del falo en ruidosas succiones que entremezclaba con el ánimo que les daba para que la hicieran acabar más y mejor, hasta que el hombre, en la cumbre del clímax, aferrando sus bamboleantes senos desde atrás para afirmase en sus embestidas, tras varios remezones que respaldaba con roncos bramidos de entusiasmo, derramó en la tripa el calor de su simiente.
Ni Raquel ni el otro hombre habían alcanzado su alivio y cuando la vio liberada del abrazo del primero, este se apresuró a acomodarla en el medio del sillón, encogiéndole las piernas abiertas para luego colocarlas a cada lado de sus hombros. Inconscientemente, la mujer agradeció al yoga que le permitía adoptar y soportar posiciones tan absurdas sin el menor esfuerzo y facilitándole el trabajo al hombre, sostuvo sus piernas encogidas con las manos por detrás de las rodillas.
Acuclillándose frente a ella, fue penetrándola con su extraña verga y ella aprendió súbitamente el placer de sentir como la redonda cabeza, y merced a la fuerte curvatura del tronco, estimulaba como nadie lo había hecho su Punto G. El glande estregaba rudamente la protuberancia y luego seguía más allá por la concavidad superior del anillado canal vaginal hasta estrellarse contra la estrechez del cuello uterino y, como el otro lo había hecho en el ano, sacaba la verga para contemplar la palpitante boca abierta mientras pinceleaba con su flujo los labios ardientes de la vulva para luego volver a introducirla sin cuidado alguno hasta que sus testículos golpeaban el ano.
El placer le había hecho perder contacto con la realidad y mientras hamacaba su cuerpo al ritmo de la cópula, con los dientes apretados y el cuello a punto de estallar por la tensión, le pedía broncamente al hombre que la hiciera disfrutar aun más. Satisfaciéndola, salió de ella para sentarse en su misma posición, exigiéndole que lo montara. Colocándose de espaldas a él y con los pies asentados firmemente entre las piernas abiertas del hombre, fue haciendo descender el cuerpo hasta que las mojadas carnes de su sexo tomaron contacto con la verga que él mantenía erecta. Afirmándose en las rodillas del hombre, se penetró despaciosamente hasta sentir sus nalgas golpeando la rizada mata púbica y entonces, enderezándose, flexionó las piernas para iniciar un cadencioso galope por el que el falo la invadía hasta sentirlo golpeando en el fondo de sus entrañas.
El goce se le hacía infinito y llevando sus manos hacia los pechos que zangoloteaban arbitrariamente por la intensidad del galope, los apresó para sobarlos y estrujarlos mientras que pulgar e índice retorcían apretadamente los gruesos pezones. Con los ojos cerrados y una amplia sonrisa de felicidad que ponía una nota lasciva en su cara, movía aleatoriamente las caderas para lograr que la verga recorriera todo su interior y, cuando él le pidió que se diera vuelta, como esa era su posición favorita, se acuclilló sobre los almohadones ahorcajada a su pelvis y, asiéndose del borde del respaldo, inició un lentísimo descenso, sintiendo como las manos y boca del hombre se solazaban en sus senos.
Cuando el redondo glande tomó contacto con los colgajos de los labios, meneó las caderas en un leve movimiento circular hasta lograr encajar la punta en la boca de la vagina para luego, mordiéndose los labios por la reciedumbre del miembro, ir penetrándose hasta sentir en su depilado Monte de Venus la aspereza del vello púbico masculino y entonces sí, dio rienda suelta al deseo.
Acostumbrada a la coreografía de ese alucinante ballet y al tiempo que su cuerpo ascendía y descendía por la flexión de las piernas, utilizaba los brazos para darle el empuje a sus caderas en una combinación infernal de movimientos hacia arriba y abajo, atrás y adelante más un meneo circular semejante a los de las bailarinas árabes, con lo que sentía el poderío de la verga socavándola en todo su interior y como el hombre daba a su pelvis desplazamientos similares, el coito se le hacía deliciosamente exasperante en esa mezcla de sufrimiento con goce que la llevaba a las más altas cimas del placer.
Sus nudillos blanqueaban por la fuerza conque se asía al borde y de su boca comenzaron a brotar angustiosos gemidos de contento en tanto el pedía a voz en cuello que la penetrara más y mejor, cuando sintió como él la apretaba contra su pecho y otra verga exploraba entre los cachetes de las nalgas. Sin darle tiempo a reaccionar, la contundencia de un rígido falo presionó sobre los esfínteres anales y, a pesar de sus gritos desaforados, fue penetrándola hasta sentir como los colgantes testículos se estrellaban contra su sexo.
No era la sodomía, sino el sentir las dos grandes barras de carne estregándose entre sí a través de la delgada membrana de la vagina y el recto lo que la conmovía. Salvo en sus dos partos, nunca nada tan grande había transitado su interior, pero esa sensación de que algo iba a reventar, mágicamente y merced al suave balanceo de los hombres, fue transformándose en algo maravilloso.
Por su posición no podía ver la cara de asombro con que sus hijos contemplaban como se entregaba a ese sexo bestial con tan denodado entusiasmo y, entregada ya por completo a tan primitiva posesión, había vuelto a tomarse del borde para incrementar la fortaleza de sus remezones, en tanto incitaba a los hombres, expresando su contento con groseras manifestaciones en las que asumía de viva voz sus innatas condiciones de “señora puta”.
Una mezcla de lágrimas y babas formaban delgados hilos que desde su barbilla goteaban sobre los pechos oscilantes. Con la cara congestionada por el esfuerzo, se mecía para hacer más intenso el roce de los falos y en tanto les suplicaba que acabaran en ella, anunciaba jubilosamente el advenimiento de su orgasmo que, cuando llegó provocado por las abundantes eyaculaciones de ellos, se manifestó en la algazara con que expresaba su satisfacción mientras sentía romper en su interior a los diques del alivio.

El cansancio y el agotamiento por la intensidad del orgasmo la habían derrumbado en el asiento y así, inmersa en la rojiza neblina de un pesado sopor, mientras escuchaba a los hombres conversar animadamente sobre su fantástica predisposición para el sexo, recién tomaba conciencia de lo se había prestado a hacer. En su fuero íntimo, reconocía con cuanto placer había dejado atrás tantos años de represión pero al mismo tiempo sentía la vergüenza de haber dejado expuesta ante sus hijos la incontinencia que la habitaba desde hacía tanto tiempo y que ahora había dejado aflorar como una manifestación de su verdadera personalidad.
Evidentemente, su voluntarismo había cambiado el eje en los propósitos de los hombres que, al parecer satisfechos con el no tan magro botín económico, se disponían a que su permanencia en la casa se extendiera tanto tiempo como pudieran, saciándose sexualmente en las mujeres. A pesar de todo, no habían perdido el hábito de la cortesía y en tanto los otros dos se dirigían a la cocina para preparar unos sándwiches como tentempié, el que parecía mandar la guió hasta el baño.
Mientras sentado en el inodoro la observaba bañarse debajo de la ducha, se interesó en saber su verdadera edad, ya que su belleza no dejaba adivinar como podía ser madre de esos jóvenes que, también para su sorpresa, aparentaban ser mayores de lo que realmente eran.
Admirado porque a los treinta y siete años no mostrara señales del paso del tiempo, no podía creer que esa preciosa muchacha a la viera en avisos comerciales de corpiños alcanzara escasamente los quince años. Franqueándose a su vez, terminó por confesarle que ellos no eran verdaderamente ladrones profesionales, pero que distraían el verano yendo de playa en playa para realizar un selección de aquellas mujeres que les gustaban y luego de hacer inteligencia a fin de asegurar su impunidad, disfrutaban de sus favores sabiendo que, como grababan las violaciones en video con la posibilidad de subirlos a Internet, después no iban a denunciarlos por las cosas que les obligaban a hacer sin caer en la estigmatización y el escándalo. Por otra parte, lo del robo era para tener un sustento económico holgado que les permitiera vivir bien pero sin abusar en la acumulación de joyas u objetos que los hicieran vulnerables.
Finalmente, como iban a compartir durante horas situaciones que los unirían mucho más allá de lo fortuito, el buen sexo requería de confianza y los nombres se hacían esenciales cuando era necesario manifestarse en el clímax de la satisfacción. Sabiendo por sus investigaciones que ella era Raquel y su marido Bruno, se enteró que el muchachón se llamaba Adrián y la chiquilina Camila. Por su parte y pidiéndole que eso no la llamara a risa, él dijo llamarse Hugo, en tanto que los otros dos eran Luis y Diego, como los sobrinos del pato Donald.
Aunque pareciera absurdo, esa circunstancia puso un momento de cómplice comicidad entre ellos y, reconociendo para sí cuanto la habían hecho disfrutar los hombres, se envolvió el torso con una toalla pequeña para desandar con libre desenfado el camino al living.
Recién al llegar adonde estaban los demás y observar como su marido y sus hijos aun continuaban atados a los asientos, cobró conciencia de lo incorrecto de su actitud. Anticipándose a cualquier movimiento suyo, Hugo desató pies y muñecas de Camila y, terminando de despojarla de la ropa, la condujo hacia el sillón para sentarla descomedidamente en el centro.
Haciendo caso omiso a su desnudez, la jovencita se abstrajo en masajear sus muñecas, escuchando distraídamente como el hombre le preguntaba con cuál de ellos prefería empezar. Súbitamente, la chiquilina cobró conciencia de que tendría que hacer lo que había visto a su madre; aunque no era virgen a causa de sus obsesivas masturbaciones, su cuerpo no había sido manchado por hombre alguno y toda su experiencia con “amigos con privilegios” se reducía a ocasionales felaciones furtivas, generalmente a bordo de un automóvil.
Asustada por lo que tendría que soportar casi públicamente frente su familia, se retrepó sobre el asiento para acurrucarse como tratando de protegerse de la humillación. Riendo sardónicamente, el hombre le dijo que su debut se le haría más llevadero si alguien a quien quería la conducía a disfrutarlo. Ante la mirada extrañada de Camila y tomando a Raquel de la mano, le aseguró que nadie mejor que una mujer podría hacerle conocer la profundidad del goce a otra.
Espantada ante la idea, Raquel trató de desprenderse de la mano que aferraba su muñeca mientras protestaba sordamente ante esa imposición de un acto tan antinatural como aquel. Ante la expresión fervorosa de su negativa y resignadamente, escuchó como Hugo le decía que entonces su hija se vería expuesta a la brutalidad de sus amigos pero, frente a la aproximación de aquellos, se apresuró a sentarse protectoramente junto a la chiquilina mientras les aseguraba que lo haría pero a su manera.

Después de dieciocho años de un sexo relativamente intenso con su marido y casi sin proponérselo, inconscientemente y cada vez más, se había encontrado evaluando el cuerpo de alguna otra mujer, experimentando muy en el fondo de su subconsciente una perversa curiosidad por saber qué sentiría si mantuviera sexo con ella o cómo aquella se comportaría en la cama. Lógicamente que su condición de madre de familia y la relativa notoriedad dentro del círculo social en que se movía, no sólo le habían prohibido ni siquiera intentarlo sino que lo había separado de su mente como otro de aquellos deliciosos placeres abolidos por las buenas costumbres a los que jamás accedería.
Pero ahora, el destino la enfrentaba a una disyuntiva cruel; dejar que los hombres se cebaran salvajemente en las carnes púberes de su hija o ser ella misma la encargada de conducirla al placer sexual, con el único consuelo de que no sería avasallada por la bestialidad masculina de la cual pudiera salir embarazada o contagiada de alguna enfermedad venérea.
Evitando las miradas de asombro y furia de Adrián y Bruno, pasó protectoramente un brazo sobre los hombros de Camila y explicándole en leve susurro que su sacrificio la liberaría de ser inmolada por los hombres mientras le suplicaba que la perdonara, recostó a la chica entre sus brazos como cuando le daba de mamar.

El delgado cuerpo en agraz hacía más tentador el espectáculo, ya que una fina película de sudor abrillantaba la dorada piel y las carnes temblaban como azogadas mientras de los labios resquebrajados por una sequedad febril, surgía una llorosa negativa. Cerrando los ojos para no verla, dejó a sus dedos deslizarse ágilmente sobre los brazos doblados, derivar por los dedos temblequeantes y de allí encaramarse por los muslos encogidos a acariciar levemente las rodillas para, desde ahí regresar hasta las ingles, trepar por el convulso vientre y finalmente, arribar a la mórbida masa de esos senos sólidos, llevando la palma de la mano a rozar la pulida superficie de las aun pequeñas aureolas y excitar con ese frotar la excrecencia de unos pezones, sorpresivamente gruesos y erectos.
A pesar de su inexperiencia, Camila entendió como mujer la inmolación que estaba haciendo su madre y decidió no claudicar ante esos hombres, humillándose para que, en definitiva, luego hicieran lo que querían con ella. Recostando mimosa su cabeza en el hueco del hombro de Raquel, dejó a los dedos de su mano acariciar tiernamente el rostro querido, en tanto balbuceaba hipando que hiciera lo que tuviera que hacer.
Comprendiendo cómo y por qué su hija se le entregaba, bajó la cabeza para que los labios besaran amorosamente los párpados de la chica y descendieran a lo largo de las mejillas hasta rodear la boca entreabierta por la que escapaba el vaho cálido de su aliento. Tan virgen en el lesbianismo como su hija, no podía evitar que un tembleque nervioso estremeciera sus labios y al roce con los igualmente trémulos de Camila, una especie de corriente eléctrica pareció nacer desde el mismo útero para trepar velozmente a lo largo de la columna vertebral y estallar cosquilleante en el cerebro, rogando que ese ramalazo de excitación que experimentaba no se exteriorizara ante los demás.
La respuesta igualmente tímida de su hija, las llevó a ensimismarse en un lerdo carrusel de besos casi esbozados en los que los labios húmedos apenas se ligaban pero que, incrementaban su vigor a medida en que se excitaban, y ahora los de ambas se ceñían alternativamente sobre los otros, simulando devorarse y dando piedra libre para que las lenguas se agredieran incruentamente en pródigos lambetazos que se perdían en el interior cálido de las bocas.
Desde hacía casi tres años y a poco de menstruar, junto con su galopante crecimiento, el interés de los muchachos no le daba descanso y, aunque fuera ella misma quien se desflorara en sus maniáticas masturbaciones nocturnas, no estaba decidida a entregar su sexo por una simple calentura, lo que no obstaba para que se hubiera convertido en una recalcitrante “calienta braguetas”, entregándose a sesiones maratónicas de besos y caricias, dejando a los muchachos el consuelo de manosear y chupetear sus senos, recompensándolos con largas y fructíferas mamadas en las que terminaba sorbiendo con fruición y trasegando deleitada el gustoso semen que la acercaba a la sexualidad total sin entregar su cuerpo.
Enterrando sus finos dedos en los hirsutos mechones de la nuca de Raquel, y en tanto la besaba con ardientes besos de húmeda sonoridad, le suplicaba que, para bien de todos, se entregara totalmente a complacerlos, satisfaciendo la viciosa perversidad de los hombres que, entusiasmados por la predisposición de las mujeres, las alentaban a profundizar la relación.
Haciéndola tender a lo largo del asiento, Raquel se arrodilló en el suelo para asir entre sus manos los pequeños y suaves pies de la jovencita, tal como viera hacerlo a lesbianas en videos porno que acostumbraban ver con su marido. Acercando la boca, los cubrió de mínimos besos para que luego fuera la lengua la que deslizaba su punta estremecida por debajo de los dedos y hurgaba delicadamente entre ellos. Nunca nadie había hecho cosa semejante en Camila y cuando su madre encerró entre los labios a cada uno de ellos, chupándolos como a minúsculos penes, un nuevo y dulce cosquilleo destelló en sus entrañas.
Pronto la boca golosa de Raquel se apoderó de los dos pulgares y envolviéndolos con tenaz presión, succionó tan apretadamente que sus mejillas se hundían profundamente, llevando al fondo de la vagina cuasi infantil un ardiente reclamo sexual. Mientras la boca hacía esas maravillas, los dedos no permanecían ociosos y, con la yema primero y más tarde el filo agudo de las uñas, escaramuceó sobre los empeines, recorrió los alrededores de los tobillos para luego ascender por las bien formadas pantorrillas.
Labios y lengua seguían el derrotero que les marcaban las manos, lamiendo la una y enjugando la tenue capa de saliva los otros. Arribados a las sensibilísimas rodillas, las uñas rascaron en el terso hueco detrás de ellas mientras los labios ejercían pequeñísimas succiones que enardecían la zona lumbar de Camila.
Excitada como nunca lo estuviera con muchacho alguno, la jovencita no podía reprimir los ayes y gemidos conque alentaba sordamente a su madre e inconscientemente, en un atávico reflejo condicionado por la especie, abrió sus piernas oferentes, incitando a Raquel para que su boca continuara ascendiendo por los muslos pero, evitando expresamente la presencia ineludible del sexo apenas cubierto por una delgada y prolija alfombra de vello púbico, la lengua tremolante hurgó en las oquedades del musculoso vientre juvenil, se perdió en el cráter del ombligo y continuó su marcha hasta el suave valle que separaba los senos.
Tanteando la pequeña la comba que formaba su peso, las manos sobaban acariciantes esas carnes que, doradas sin marca de corpiño, dejaban ver en la parte superior un desasosegante movimiento gelatinoso, descubriendo una característica que quizás ni la misma muchacha conocía; las aureolas, todavía en desarrollo, ampliaban su tamaño con la excitación y abultaban salientes casi como otro pequeño seno en cuyo vértice se veía el erecto grosor del pezón que en su centro exhibía la insólita profundidad del agujero mamario.
Obnubilada por esas características físicas que desconocía en su hija, y en tanto una mano comenzó a sobar la tersa teta, la lengua tremoló como la de un áspid para recorrer vibrante los gránulos sebáceos de la aureola, fustigar la elástica excrecencia del pezón y luego encerrarlo entre los labios en tiernos chupones como si mamara. Esas caricias no se parecían en nada a los urgentes e inexpertos chupeteos y apretujones de los muchachos y para exacerbarla aun más, los dedos índice y pulgar de una mano rodearon la excrecencia mamaria e, incrementándolo cada vez un poco más, inició un torturantemente placentero retorcer que hizo a la chiquilina acariciar rudamente los cortos cabellos de su madre, mientras le expresaba en medio de suspiros su gozoso asentimiento.
La inédita experiencia de tener por primera vez en su vida un seno femenino en la boca había desmandado a la mujer y ya no eran sólo los labios los que chupeteaban la mama sino que sus dientes menudos clavaron los filos romos en la carne y, al tiempo que los utilizaba para tirar hacia fuera el pezón, clavó en el otro las afiladas uñas hasta que la chiquilina proclamó sonoramente en sollozantes gemidos su complacencia.
Las manos de la chica se hundieron en los revueltos mechones para sujetar la cabeza de su madre y llevarla nuevamente hacia arriba. Viendo como la acción de su boca y manos habían trastornado a Camila, hizo que la lengua se introdujera entre los labios ansiosos, enviando la mano a instalarse sobre aquel velo negruzco. Comprobando al tacto que el capuchón del clítoris se empinaba por la acción del musculito en su interior, fue dándole un corto movimiento circular que contribuyó a enardecer aun más a su hija y ante la respuesta fervorosamente afirmativa a su ronca pregunta de si quería que la chupara, besándola con angurria, la estrechó fuertemente contra sí para aplastar sus pechitos, en tanto que tres dedos de la mano iniciaron un vago periplo a lo largo del sexo pero sin rebasar la barrera que le ofrecían los hinchados labios mayores.
Subconscientemente siempre se había preguntado que cosa llevaba a los hombres a buscar como un fruto apetitoso el sexo de las mujeres con su boca. Aunque ella obtenía sus mejores orgasmos por esa vía, no podía ignorar las repugnancias que ocurrían desde el propio útero, con su expulsión de olorosas mucosas y flujos lubricantes hasta las mismas y desagradables hemorragias menstruales. Esa disyuntiva colocaba una curiosidad perversa en saberlo por propia experiencia y ya sin barrera de contención alguna, se instaló entre las piernas de Camila para contemplar por primera vez y de tan cerca, el espectáculo de ese conjunto que formaba el núcleo central de la sexualidad femenina.
Formando una suerte de tul traslúcido, la alfombrita negruzca del vello púbico recortado en un pequeño rectángulo, nacía al comienzo de la elevación huesuda del Monte de Venus para después hundirse en la depresión que antecedía a al bulto cóncavo de la vulva, desde donde se perdía hacia abajo hasta desaparecer al llegar a la apertura vaginal. Su apertura mental le hacía suponer que la chiquilina ya no era virgen pero el aspecto casi infantil del órgano la hizo dudar de esa convicción; los labios mayores apenas abultaban en la comba y se proyectaban para formar una especie de alfajor carnoso que se partía en una prieta raja oscurecida por el flujo de sangre.
Los efluvios no eran tan acres ni fuertes como los que ella acostumbraba sentir de su propio sexo y, acercando la cara con una mezcla de asqueada prevención y ansia golosa, estiró la lengua y la sensibilidad de las papilas detectó que aquello que esperaba la repeliera, sabía a seductor jarabe con apenas un atisbo de picor acre que lo hacía más delicioso. Lo dulce primaba sobre lo ácido, convirtiéndose en un néctar que hacía imposible evitar su degustación.
Aspirando hondamente por las narinas dilatadas aquel tufo con reminiscencias a frutos de mar, llevó la lengua tremolante a recorrer esa quebrada fragante desde el mismo capuchón del clítoris hasta el estrecho haz de los pliegues anales y en ese cometido se dejó estar por unos momentos en los que la muchacha la alentaba fervorosamente a continuar. Cada región semejaba tener sus propios sabores y aromas y no era el mismo gusto el de las exudaciones externas de la piel que las que se formaban en el interior del ovalo o el flujo que rezumaba del interior de la vagina.
Trastornada por ese descubrimiento, mandó a índice y mayor a entreabrir los labios mayores para encontrarse con un panorama que, por conocido no le era menos atrayente; rodeando el cuenco nacarado, se formaban unas crestas ligeramente fruncidas que remedaban las alas de una mariposa invertida y en tanto que ese lóbulo inferior daba nacimiento a delicados pliegues que orlaban los belfos de una pequeña boca alienígena, en su parte superior se elevaban para formar la caperuza de tejidos que protegían y ocultaban al clítoris, manifestándose este mismo como la punta blanquirosada de una bala a la que una delgada membrana aislaba del exterior.
Un algo desconocido flasheó un perverso mensaje directamente a su cerebro y la lengua se disparó a recorrer agresivamente todo ese terreno, deleitándose con lo que sus labios recogían y, casi como devorándolo, la boca toda se aplicó a succionar el sexo como una ventosa de voraz apetito.
Concentrándose en el capuchón que había perdido su amorfa flojedad para erguirse desafiantemente rígido, lo encerró entre los labios en insistentes succiones que alternaba con delicadas mordeduras por las que lo estiraba como comprobando su elasticidad y luego de soltarlo abruptamente, mientras los dedos estregaban entre sí las aletas, envarar la lengua para introducirla mínimamente en el agujero vaginal con la recompensa de aquellos jugos soberbios.

Lo que estaba haciéndole su madre, le parecía a Camila la cosa más embriagadoramente placentera del mundo y en tanto sentía como su sexo recién parecía nacer a la vida, enviando a todo su cuerpo minúsculas descargas nerviosas de indefinible goce, daba a su pelvis un involuntario ondular que la hacía mimetizarse con la cadencia succionadora de la boca.
Estirándose voluptuosamente, instó a Raquel a no cejar hasta hacerla acabar y por primera vez, sintió introducirse a la vagina un dedo que no fuera suyo. Bisoña en la masturbación, ella se limitaba a excitar en repetidos frotamientos al clítoris para luego recorrer la entrepierna hasta sentir perturbadores cosquilleos cuando rozaba el ano y, ocasionalmente, dejaba que su dedo mayor ahondara en la periferia de la vagina en lerdos vaivenes, pero nunca algo la había penetrado tan profundamente.

Su madre había entendido que la crispación de la chiquilina era provocada por la ansiedad y llevó la yema del dedo a explorar en la cara anterior del canal vaginal a la búsqueda del punto G que, casi exactamente como el suyo, se manifestaba apenas a pocos centímetros de la entrada. Ella era una experta en aprovecharlo y había aprendido profundamente su función y conformación; en un verdadero símil con la próstata masculina, la irrigación sanguínea que lleva la excitación al tejido esponjoso que rodea la uretra, forma esa prominencia en forma de almendra y de la cual se desprenden ramificaciones que se extienden por todo el bajo vientre para que el roce de otra pelvis amplifique el efecto de forma que se repita casi ilimitadamente.
Comprobando que su hija era tan sensible como ella, incorporó el índice junto al mayor y, en tanto la boca se regodeaba en rítmicos chupones al clítoris, presionaba con la palma de la mano en la depresión del bajo vientre para comprimir aun más los tejidos entre sí. Respondiendo positivamente enardecida, la muchacha imitaba con la pelvis a mínimos coitos mientras clavaba sus dedos en el pelambre hirsuto de su madre y, lloriqueante de placer, le pedía insistentemente por más y más.
Sacando los dedos para saborear el almizclado néctar de las mucosas más profundas, volvió a introducirlos con delicadeza, esta vez en compañía del anular para que juntos formaran un cono que semejara un falo.
A la muchacha esa expansión de los tejidos no le resultaba dolorosa pero sí conllevaba esos tirones propios de las distensiones musculares y, cuando el huso, luego de introducirse hasta que los nudillos le impidieron avanzar, se curvó en forma de garfio para que las yemas y uñas rascaran aleatoriamente todo el interior merced a un movimiento oscilante de la mano, creyó enloquecer de pasión, pidiéndole a su madre con las palabras más crudas que la penetrara totalmente.

Raquel ya había olvidando por qué, ante quien y a quien estaba sometiendo sexualmente. Perversamente atenta sólo a su propio goce, descubría que esa relación homosexual no sólo la seducía sino que la entusiasmaba y volteando su cuerpo para quedar invertida sobre la pequeña, con una pierna apoyada en el piso y la otra acuclillada sobre el asiento, fue bajando su pelvis hasta observar por entre sus senos colgantes como rozaba la cara de Carolina y entonces, pasando sus brazos de forma que las piernas encogidas de la chica quedaban bajo sus axilas, atacó con toda la boca el sexo oferente.
La reacción de la chiquilina había sido similar a la de su madre y observaba con repulsa como esa oscurecida entrepierna se acercaba tanto a sus labios que no podía evitar su contacto. La baqueteada vulva de Raquel era, en oposición a la suya, tan grande y prominente como una mano de hombre ahusada y entre los labios dilatados, surgían los colgajos arrepollados que parecían ocupar todo el óvalo.
Su madre todavía ahondaba más con su boca en la vagina y la lengua llevaba a la chica unas nuevas e inexplicables ganas de orinar no satisfechas, mientras un dedo curioso, diplomático y explorador, estimulaba al fruncido ano que parecía contraerse aun más por ese contacto; esas caricias de inefable placer y ternura la mantenían en vilo y el sólo roce de sus labios en un vano intento por evitar el contacto con el sexo, hizo que un exquisito nuevo gusto alucinante se expandiera rápidamente por toda la boca y el impacto que ello provocó en su cerebro, la hizo abrir la boca para cerrarla vorazmente en las carnes pletóricas de sabores.

En ese momento primó la hembra primigenia que habitaba en ellas y, complementándose como un mecanismo perfectamente ensamblado, lenguas, labios, dientes, dedos, yemas y uñas se pusieron al servicio del goce más primordialmente atávico, rascando, acariciando, lamiendo, succionando, mordiendo y penetrando las carnes con una avidez que las aproximaba a la saña, regodeándose en los gruñidos, sollozos y ayes de la otra, hasta que ambas fueron amainado su vehemencia para, conforme alcanzaban sus orgasmos, acariciarse tiernamente en medio de murmurados arrullos satisfechos y en ese momento fue que los hombres decidieron recuperar su participación activa.

Separándolas hacia cada punta del sillón, Diego fue quien hizo a Raquel elevar la grupa y todavía boca abajo, encoger una pierna hasta casi el pecho para degustar el fragante y sabroso jugos de su orgasmo. Aun jadeante por el esfuerzo y sintiendo en su boca el inédito sabor de la eyaculación de su hija, comprendió que esta iba a ser violada por Hugo y Luis.
Tan salvaje como el primario sentido que la había hecho satisfacerse en su propia hija sin el menor remordimiento, ahora comprendía como mujer el destino que le esperaba a la chiquilina y se debatió tratando inútilmente de zafar de Diego farfullando palabras de súplica en medio de un repentino llanto, pero los hombres estaban dispuestos a todo menos a la piedad.
Sumida en la modorra de aquel primer orgasmo conseguido mediante el sexo con otra mujer, Camila yacía desmayadamente en el asiento y no opuso resistencia cuando la acomodaron cercana a la punta pero al escuchar a Raquel estallar en llanto, aunque no entendía el significado de su balbuceo, una señal de alarma le dijo que algo estaba por suceder y sus sospechas se vieron confirmadas cuando el hombre que estaba por detrás, le acomodó los brazos hacia arriba para luego inmovilizarlos con la presión de sus rodillas.
Repentinamente lúcida, se dio cuenta de que iba a ser violada, penetrada por aquellos hombres y un instintivo rechazo la hizo tratar de revolverse pero ellos eran demasiado pesados y musculosos. Aunque sus delgadas piernas se agitaban en todas direcciones para evitar que Hugo se instalara entre ellas, el hombre las asió para encogérselas abiertas hasta cerca de los hombros donde el otro la aferró rudamente por las corvas de las rodillas con lo que la entrepierna quedó exhibida en toda su plenitud.

Cuando un rato antes observara fascinada como los hombres penetraban a su madre tan brutalmente y sin embargo aquella parecía gozar de los más sublimes placeres, se había preguntado como era posible que se llegara a gozar tanto con esas brutalidades, pero la reciente relación con Raquel la había condicionado para soportar esa violación que, de un modo u otro, tarde o temprano, tendría que soportar y mejor sería pasar rápidamente por ese momento en una situación en la que no sería culpable ni siquiera de incitación.
A pesar de todo, el cuerpo vigoroso de Hugo la impresionaba y la tremenda verga que sacudía entre sus dedos para que incrementara su rigidez, la atraía y espantaba a la vez por su tamaño; no concebía como aquel falo tuviera cabida entre sus músculos apretados que recibieran dificultosamente los dedos de su madre.
Gañendo como un animalito asustado, alzaba la cabeza para mirar con ojos desorbitados como el hombre acercaba el falo a su sexo y, al apoyarlo cuidadosamente sobre los labios que aun permanecían dilatados, un bálsamo tranquilizador fue invadiéndola a favor de un acariciante periplo que Hugo realizó con el aterciopelado glande a lo largo de todo el sexo hasta ver como los espasmódicos sacudimientos de su vientre iban calmándose.
La verga había desparramado la abundancia de los jugos y salivas sobre la piel sensibilizada hasta que, fijando sus ojos en los suyos, el hombre le dio a entender que el momento había llegado. Apoyando la punta del ovalo en la vagina, milímetro a milímetro, centímetro a centímetro, el miembro fue penetrándola, separando sus tejidos y músculos sin violencia, pero aun así ella, sentía como la piel era desgarrada, lacerada por el grosor y la presión.
El sordo gruñido que la había hecho acompañar el apretar de sus mandíbulas en medio de rechinamientos de los dientes y una tensión de los músculos y venas del cuello hasta que parecían a punto de estallar cuando ya más de la mitad de la verga transitaba su interior, se convirtió en desaforados gritos de dolor que junto a un llanto incontenible fueron el acompañamiento al sometimiento total y, cuando el hombre detuvo su empuje, ella sintió como algo descomunal parecía ocuparla por entero.
El jadeo más los sollozos entrecortados, con los mocos escapando de sus narices por el fuerte resollar y una cantidad de saliva que llenaba su boca provocando un funesto gorgoteo en la garganta, la hacía abrir la boca desmesuradamente en tanto sentía como el hombre iniciaba un lerdo pero inexorable tránsito adentro y afuera que, insólitamente, contribuyó a relajar los músculos vaginales haciendo menos cruenta la penetración.
Su voluntad no contaba ante la respuesta primitiva del cuerpo y lo que le resultara espantosamente doloroso hacía instantes, comenzó a trasmitirle sensaciones inmensamente gratas que, sin embargo y merced a la cadencia cada vez más regular de Hugo, fue crispándola pero de manera diferente; arqueando su cuello tanto como podía, clavaba la punta de la cabeza firmemente sobre el asiento, abombando el torso como buscando acoplarse misciblemente con el hombre.
Como apiadándose de ella, Luis liberó sus brazos de la opresión de las rodillas y tomando entre los dedos su verga semi erecta, la acercó a la boca gimiente que, entreabierta, parecía ofrecérsele. Cuando el glande rozó los labios por cuyas comisuras aun escapaban delgados hilos de baba, su primera reacción había sido cerrarlos prietamente pero se dio una conjunción de circunstancias; la primera era que, en esa posición le era casi imposible respirar por la nariz, especialmente porque la tenía obstruida; segundo porque tenía conciencia que, de manera indefectible, los hombres cumplirían con sus propósitos a pesar de su oposición y no quería sufrirlo físicamente y tercera, quizás la más importante, era que el traqueteo del miembro en la vagina le placía como nunca antes otra cosa.
Privilegiando su bienestar y como la felación era la única cosa de la que se había permitido disfrutar con los muchachos, abrió la boca para que la tersa cabeza fuera introduciéndose despaciosamente en ella. Camila había desarrollado una técnica instintiva en chupetear falos que no tenían nada que envidiarle al que iba llenando la boca y rodeando con los labios prensiles el surco que debajo del glande carecía de prepucio, estiró las manos recientemente liberadas para asirse a las nalgas de Luis, incitándolo a realizar un suave balanceo por el que el miembro adquiría un delicado vaivén copulatorio.
En el ínterin y a pesar de su angustia, convertida en una obligada voyeur de su hija, Raquel no sólo había disfrutado de una exquisita mineta de Diego a todo su sexo, incluyendo un tremolante estímulo de su lengua al ano, sino que ahora aquel, tras introducir dos dedos a la vagina encorvándolos para iniciar un símil de coito, movía la mano en forma circular, consiguiendo que yemas y uñas rascaran todo el interior.
Ya la lujuria la había ganado y el ver a su hija regocijándose con aquella primera penetración, manifestando ese agrado por el entusiasmo con que atacaba con manos, lengua y labios al falo de Luis, le hacía disfrutar doblemente con lo que Diego le hacía y, casi sin proponérselo, se encontró pidiéndola que la poseyera. Raquel nunca había sido promiscua y en sus relaciones con Bruno no disfrutaba de más de un par de eyaculaciones seguidas, pero ahora se asombraba al sentir como su cuerpo se adaptaba a los sometimientos sin que, no sólo sus carnes un sufrieran inflamaciones sino que parecían incrementar su sensibilidad con cada nuevo acto.
Sin que el hombre se lo pidiera y en un forma refleja, se había acomodado arrodillada oferente para que Diego pudiera asirla por las caderas e iniciar una lenta cópula que, tras unos momentos en que la sentía golpear casi en su estómago y mientras lo alternaba con la introducción de un pulgar a su ano, sacaba el falo para contemplar fascinado como la vagina permanecía dilatada dejándole ver el cavernoso rosado interior y luego volver a penetrarla hasta que los colgantes testículos golpeaban su clítoris.
El placer y la concupiscencia habían tendido un velo a su entendimiento y sus reacciones eran puramente animales. Sintiendo la verga portentosa entrar y salir de ella cada vez con inaugural placer y observando cómo Hugo acababa en su hija siendo reemplazado por Luis, gateó despaciosamente la corta distancia que la separaba de Camila y, mientras experimentaba un inenarrable placer con las penetraciones del hombre, inició un tierno besuqueo que, desde la frente cubierta de sudor, ascendió hasta los ojos, se deslizó sobre la fina nariz y finalmente se apoderó de mejillas y mentón, lamiendo y succionando con fruición el pastiche de saliva, lágrimas y un regusto de la verga masculina para culminar con la lengua tremolante explorando el sensible interior de los labios.
Aunque había sentido por primera vez el derrame de la tibia simiente dentro de ella, Camila no había alcanzado su satisfacción y como tampoco Luis le dejara completar la felación, recibió la caricia de la otra mujer como un momento culmine del éxtasis. Hundiendo los dedos en los rebeldes mechones de la cabeza invertida sobre la suya, se dedicó con ahínco al beso, encontrando, como momentos antes, que el hecho de que Raquel fuera su madre no ponía coto a sus deseos más exacerbados.
La vista de los senos bamboleantes por los rempujones del hombre, incitaron a que la chiquilina los asiera con sus manos para hacerla correrse aun más sobre ella y, manoseándolos con delicada premura, hizo a la lengua explorar en vibrante fustigamiento los largos pezones de la mujer mayor. Entusiasmada por el denodado empeño de la muchacha, Raquel ejecutó una verdadera carnicería en aquellos inmaduros pero sólidos pechos, entregándose ambas con denuedo a satisfacer a la otra satisfaciéndose, hasta que Diego y Luis, viendo sus enfervorizados esfuerzos, las hicieron desplazarse para conformar un nuevo sesenta y nueve, alternando las vehementes chupadas de las mujeres con la penetración de sus falos a los sexos.
Si para Raquel aquella era una novedad de la ni imaginaba llegar a disfrutar, para Camila era absolutamente nuevo aquello de excitar con dedos y lengua el clítoris de su madre y, cuando Diego sacaba al miembro chorreante de sus mucosos vaginales, recibirlo golosamente en la boca para degustar los sabores más íntimos. Obnubilada por la profundidad del goce de ese sexo múltiple, la desquiciada ama de casa devenida súbitamente en la más lúbrica e incontinente prostituta, deglutía con extasiada fruición las fragantes mucosas de aquella vagina que hasta poco antes fuera virgen de toda virginidad y, cuando Luis liberaba al sexo de su hija, se apresuraba en recorrerlo ávidamente con labios y lengua hasta que el hombre le hacía chuparle la verga, cosa que emprendía con verdadero deleite mientras sus dedos se escarnecían en el clítoris y la vagina de Camila, quien hacía otro tanto con ella.
Casi como una consecuencia lógica y al tiempo que alternaban las penetraciones con golosos felaciones de las mujeres, los hombres comenzaron a juguetear con sus dedos en las proximidades de los anos, pero así como Raquel recibió complacida esa estimulación que finalmente se concretó en la introducción de un pulgar, el ciertamente virgen de la muchacha se resistió al empuje.
Succionando con devota aplicación la verga del hombre, hacia que sus dedos no sólo frotaran al empinado clítoris de su madre sino que dos dedos se perdían en la vagina, pero cuando Luis introdujo totalmente el grueso pulgar en el recto, además del martirio que le supuso, unas súbitas ganas de ir de cuerpo la atacaron. En noches inspiradas de masturbación, un secreto duende perverso había sabido conducir algún dedo más allá del perineo para tantear y dilatar el pequeño agujero, pero la sola introducción de la punta del dedo mayor le había provocado exactamente las mismas sensaciones.
Sacando el falo de su boca en tanto suplicaba espantada que no la culeara por miedo no sólo al dolor sino a una posible evacuación no deseada en un momento como aquel. Los tres parecían disfrutar de la pronta sodomía de la chica para así poder alcanzar su propia satisfacción y en tanto los hombres le decían que no se preocupara, que sólo se trataba de una sensación pero que definitivamente no iba a defecar, su madre le explicaba lo indescriptiblemente sublime que era e instó a Diego para que iniciara la penetración con prudencia.
Con Raquel realizándole maravillas con dedos y lengua, vio como Diego apoyaba la ovalada punta del miembro sobre los esfínteres de su madre y empujaba con suma lentitud. El sólo sentirla tratando de abrirse paso pareció enajenar a la mujer, que expresó de viva voz lo maravilloso que era aquello, estimulándolo en medio de rugidos de placer a medida en que la verga socavaba la tripa para que lo hiciera tan profundamente como pudiera, congratulándolo con entusiastas afirmaciones de que sí, esa era la forma de hacerlo. Cuando tras dos o tres remezones y merced a la lubricación de la abundante saliva que Diego dejó caer entre las nalgas, la sodomía adquirió un fluido deslizarse a favor del hamacarse del cuerpo acuclillado, Raquel alentó a la chiquilina para que se dejara penetrar mientras ella incrementaba su excitación poseyendo al clítoris entre sus labios y dientes al tiempo que dos dedos masturbaban hondamente la vagina, estimulando rudamente al Punto G.
Notando que Camila se dedicaba a ejecutar igual cosa en el sexo de su madre abrazada a sus muslos, Luis consideró que tenía piedra libre y la tersa suavidad del glande fue presionando sin apuro la prieta estrechéz de los esfínteres. En la medida que iba penetrando, alzaba la cabeza con los dientes apretados para reprimir el grito, sintiendo que el dolor y la urgente necesidad se incrementaban hasta que, llegado un punto donde el sufrimiento ponía una sádica intención en su boca, maceró los gustosos tejidos del sexo de Raquel; como si hubieran abierto un portal mágico, todo dolor desapareció y el transito del falo deslizándose sobre la mórbida superficie del intestino se le hizo tan placentero que cuanta cosa hubiera disfrutado sexualmente.
Expresándolo en un grito de feroz contento, se sumó a los ayes de felicidad que profería Raquel y pronto el cuarto fue un pandemonio de gemidos y bramidos que alcanzó su punto máximo al alcanzar las mujeres sus orgasmos y recibir en la tripa la lechosa cremosidad del semen. Para Camila, la felicidad fue completa cuando junto a los últimos rempujones del hombre en su ano, recibió la recompensa de los fragantes jugos almizclados de su madre en la boca y mientras los deglutía golosamente, fue hundiéndose lentamente como en otra dimensión.

Sin saber a ciencia cierta cómo ni por qué, un algo desconocido la hizo recuperar la lucidez en medio de ese pesado sopor y, aun sin abrir los ojos, le pareció escuchar como a larga distancia, la voz de su madre discutiendo con Hugo, diciéndole que si bien se había prestado a todo lo que hiciera con ellos y hasta con su propia hija, aun habiéndolo disfrutado como nunca lo hiciera, lo había hecho para preservar la seguridad de su familia pero no estaba dispuesta a cometer lo que ahora le pedían.
La voz de Hugo, que mutaba sorprendentemente entre la dulce gentileza y la bronca amenaza de la ira, le recordó que no se lo estaba pidiendo sino exigiendo y que, si bien no había conseguido salvar la honra de su hija sometiéndola ella misma a una tan salvaje como evidente desviación lésbica que disfrutaran las dos sin concesiones, si podía evitar que su marido y su hijo se convirtieran en eunucos.
Entreabriendo los párpados, alcanzó a ver como Raquel era llevada del cuello hasta donde se encontraba Adrián y, haciéndola arrodillar con un apretón que la dejó sin aire, asfixiándola, la hizo aproximar a la entrepierna de su hermano. Como a ella en un primer momento, habían bajado pantalón y calzoncillo del muchacho hasta las ataduras de los tobillos y de un tirón habían destrozado la camiseta playera para. sellar su boca con una ancha cinta adhesiva y para evitar que hiriera a la mujer con sus bruscos movimientos, inmovilizaron sus rodillas abiertas atándolas a la parte superior de las patas de la silla.
Las lágrimas corrían por las mejillas de la mujer mientras los sollozos la sacudían y su voz hipante suplicaba porque no se lo hicieran hacer. Tenazmente trató de negarse cuando Hugo tomó una de sus manos para conducirla en dirección al sexo laxo de su hijo, pero el roce del filo de una navaja sobre los testículos la hizo perder esa crispación y dejar que guiara sus dedos para que rodearan la verga tumefacta.
Raquel no podía negarse que, como toda madre, tenía un subyacente complejo sexual hacia su hijo y, cada vez con mayor frecuencia, al ver su cuerpo musculoso, sin proponérselo concientemente, ese tirón ardiente que anunciaba en sus entrañas la excitación, la conmovía. Ahora la presencia de extraños la cohibía pero el subconsciente colocaba una chispa de perversidad en su mente y, diciéndose que, precisamente el proceder de los delincuentes justificaría cualquier actitud que asumiera, llevó su mano a ejercer un corto manoseo al miembro.
Aun en estado de flaccidez, el pene de su hijo era verdaderamente grande y, aunque no respondía a sus estímulos, su pesado volumen la incentivó a apretarlo y soltarlo para acrecentar la afluencia de sangre. Ella veía como el muchacho tensaba sus músculos pectorales y el vientre se contraía espasmódicamente como para evitar el contacto de Raquel con su pene y eso pareció enfurecer a Hugo quien se encontraba acuclillado junto a la mujer.
Aferrando dolorosamente el corto cabello atrás de la cabeza, le aclaró roncamente que aquello no era una bravuconada suya y que si no lo hacía, su hijo pagaría las consecuencias, tras lo cual le empujó la testa hacia abajo hasta que los labios tomaron contacto con la verga.
Pasmada por lo terrible de esa situación, Raquel no atinaba a despegar los labios y entonces, intensificando el tironeo al cabello, Hugo le movió la cabeza de lado para que la boca restregara al miembro y, ante su propio asombro, se encontró separando los labios para que la lengua saliera al encuentro de ese colgajo carneo. Volviendo a comprimirlo entre los dedos y alzándolo, su boca conducida por Hugo llegó a la base del pene.
Contento porque la mujer hubiera comprendido la gravedad de la situación aunque no estaba dispuesto a cumplir la amenaza, la boca de Hugo se desplegó en una alegre sonrisa mientras le decía cuanto le complacía su colaboración, prometiéndole que Adrián no la iba a defraudar. Ese calorcito que la presencia de su hijo encendía en su vientre, se convertía rápidamente en una hoguera en la deseaba arder fervientemente pero, simulando hacerlo a disgusto, como con renuencia, dejó que la lengua tremolante azotara vibrante las carnes. La acritud del sudor y ese gusto característico de los testículos, hirieron su olfato y aquello gatilló un ser demoníaco en su mente.
Sosteniendo vertical a ese proyecto de falo, la lengua viboreó a lo largo del tronco para cubrirlo de saliva y al llegar nuevamente abajo, los labios lo envolvieron para reiniciar el camino ascendente en medio de sonoros chupeteos a la piel y, al llegar al surco que protegía el prepucio, lo corrió con dos dedos para acceder a la sensibilísima zona que, como suele suceder en los jóvenes no demasiado atentos a la higiene, mostraba la presencia de esa característica cremosidad blancuzca que combina mucosas con restos espermáticos de recientes masturbaciones o micciones. Sólo en una ocasión y en su juventud, Bruno la había obligado a hacerlo en su auto mientras él conducía de vuelta de un partido de fútbol y, aunque desagradable estéticamente, su particularísimo sabor se había fijado en su

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